El cofre

Antiguamente en estas cajas, con tapa y cerradura, se guardaban las cosas de valor. Si habéis abierto la cerradura de este cofre probablemente no encontréis nada de mucha valía. En él sólo hallareis mis escritos eróticos. Unos ciertos otros inventados. Pero todos creados con el mismo propósito: despertar el deseo y, quizá, la lujuria de nuestros sentidos.







Tres perlas negras


Mi nombre no importa y no recuerdo mi edad pero sé que hubo un tiempo que yo también tuve casa, esposa e incluso hija. Miro la pequeña cesta de mimbre, ocho monedas de diez céntimos. Llevo mi clarinete a los labios y soplo. La música surge como en mis días de concertista. Una moneda de dos euros cae en la cesta. “Gracias” digo levantando los ojos. Entonces mi mirada queda atrapada por su colgante: una perla negra engarzada en oro.

No una sino tres. Tres perlas negras regalé una vez. Aquel día subí a saltos la escalera exclusiva para clientes. Abrí de golpe la puerta de la suite y allí estaban en formación militar mis tres prostitutas preferidas como soldados en un día de paga.
Una perla para África. África era tan grande como el continente, no acababas de recorrerla nunca. Afirmaba que podía comer tanto como quisiera y lo decía golpeándose orgullosa la barriga, provocando que todas sus carnes vibraran como un timbal. Otra perla para Omaida. Una joven caribeña de cuello largo, alta y muy negra. Su cuerpo siempre brillaba untado de aceites. Si inspiro con fuerza aun consigo oler su aroma a tierra, a caña de azúcar, a manglar. Y la última perla era para Arantxa, una niña mujer de gustos carísimos. Contemplarla desnuda era como contemplar un desplegable de una de esas chicas de revista porno, pero ella era real.
Ya con las perlas colgadas de sus cuellos cerramos las ventanas y nos aislamos del mundo durante más de dos días. Con el paso de las horas las habitaciones se llenaron de humo y las numerosas botellas de champagne vacías rodaban por el suelo al igual que los cuerpos. Tiemblo al ver de nuevo los labios de África succionando mi polla, las tetas calientes y duras de Arantxa entre mis manos o el clítoris escarlata de Omaida en mi boca.
En algún momento, aunque no recuerdo cuándo ni cómo, llegó un lechón asado a la habitación con su bandeja de patatas recién hechas y todo.
África y yo comíamos el lechón tumbados desnudos en la cama. Ella desgajaba los trozos con la mano y los metía en mi boca primero, luego en la suya. La corteza estaba crujiente, salada y con sabor a especias. La carne humeaba y era blanda y sabrosa. El lechón descansaba plácidamente sobre las enormes tetas de África y su cabeza miraba hacia la bañera redonda donde Aratnxa y Omaida se lanzaban patatas asadas. De repente, Omaida saltó fuera de la bañera, vino corriendo hacia nosotros dejando un reguero de agua y se tumbó frente a la cama con los brazos y las piernas completamente separadas del cuerpo. “Yo también soy un cochinillo. Comedme”. Los pezones negros de Omaida estaban duros y su coño abierto. “Sí, un cochinillo demasiado quemado” dijo África. Reímos hasta que nos saltaron las lágrimas, luego continuamos bebiendo y masticando con energía. Varias patatas lanzadas desde la bañera pasaron volando estrellándose contra la pared. Quizá por el alcohol o quizá por el exceso de comida África empezó a eructar. Su apetito voraz, el brillo de la grasa del lechón en su cara y la sonoridad de sus eructos me provocaron una nueva erección. Me arrodillé intentando introducir mi polla en su boca…
--¿Le gustan las perlas? –pregunta la señora.
Tras unos segundos de indecisión y retirando la mirada del colgante, respondo:
--No lo sé…pero me traen recuerdos…

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