Pd. No sé si la fuente del texto os resulta demasiado pequeña, decid cosas, gracias
Nunca imaginé que mis gustos pudieran definirse con una serie de letras: la “s”, la “m”, la “d”, no sé, creo que hay más pero no me acuerdo. Van por orden y deben leerse juntas. Bueno, esto es lo que me ha dicho el señor, pues yo no sé mucho de letras.
Yo soy Remedios, la del arroyo, pues un arroyo de agua transparente y tibia brota en las tierras donde nací. Unas tierras de cultivo llanas, ásperas, que absorbían todo el trabajo y el esfuerzo de mi padre y mis tres hermanos mayores. Hombres del campo, rudos, curtidos como el cuero, exigentes y nada dados a las contemplaciones.
Como iba diciendo, las letras y yo nunca llegamos a congeniar aunque quizá fuera sólo por una cuestión de tiempo, pues, a los catorce años, mi padre consideró que ya era demasiado mayor para seguir en el colegio, madre no podía con todo, tenía que ayudarla. Lo acepté como se aceptaban las cosas en casa, sin abrir boca, pues si la abrías te la cerraba padre de un guantazo. Ellos trabajaban la tierra de sol a sol además de criar ovejas, cabras y cerdos; para madre y para mí las labores de la casa y la huerta, sin descanso, sin quejas y ay de nosotras si descuidábamos algún quehacer o incumplíamos alguna obligación que afectase su bienestar.
Siempre recordaré ese día de siega; llevaban muchas horas trabajando como las bestias bajo el insoportable sol de agosto y yo debía llevarles el botijo de agua fría con anís seco para beber y refrescar sus gargantas. Tendría quince o dieciséis años, el botijo era muy pesado y mientras me acercaba iba mirando como el sudor descendía por sus caras, empapaba sus camisas arremangadas, contemplaba las briznas de trigo pegadas a sus pieles, a la ropa, tropecé, y el botijo de barro golpeó contra el suelo abriéndose como un melón maduro y el agua fluyó sobre tierra y mieses. De rodillas, alcé la vista hacia mi padre y vi como sus ojos acompañaban el reguero de agua que desaparecía en la tierra, vi sus labios resecos por el sol, perfilados por una blanca saliva reseca pronunciar “maldita niña estúpida”, vi sus zarpas de oso desprender la correa del pantalón, y no vi más, sólo sentí. Sin preocuparse de la presencia de mis hermanos, me tumbó sobre una bala de paja próxima, levantó mi vestido más allá de la cintura, y descargó su furia sobre mis nalgas hasta que se apaciguó. Acepté el castigo sin gritar, inmovilizada por la vergüenza que sentía ante la exposición de mi culo a los ojos de todos.
Nada cambió al casarme con Jonás, un labriego del pueblo, alto, delgado y con unas enormes cejas que se juntaban sobre su nariz. Vivíamos en una pequeña parcela propiedad de su familia y mientras él se deslomaba trabajando las tierras de un señorito de la ciudad, yo lo servía como hacía en casa, la del arroyo. Jamás, al llegar sucio y exhausto, tuvo que esperar la comida, nunca le faltó la ropa limpia y planchada colocada en su armario. Ni necesidad de pedir tenía. La casa relucía y cuando pisaba el piso con las botas llenas de barro o tierra, antes de que pudiera darse cuenta ya estaba yo arrodillada para fregarlo sin abrir boca. Por las noches estaba muy cansado así que casi nunca me tocaba, alguna vez armada de valor me atrevía a buscarlo en la cama, pues deseaba tener un hijo, pero solía empujarme con su brazo nervioso acompañado de algún gruñido, entonces yo me retiraba a mi lado y no insistía, esperando que alguna tarde quisiera tumbarme sobre la mesa de la cocina y satisfacerse. Los martes eran iguales a los lunes, los miércoles a los martes, y así hasta llegar al domingo. Era mi día preferido, el día que íbamos a la iglesia del pueblo. Ese día Jonás dejaba que lo aseara. Empezaba con el afeitado, a navaja, claro, luego el baño, una vez vestido con su traje marrón le hacía el nudo de la corbata, y para finalizar lo peinaba.
Así semana tras semana hasta que un día Jonás cayó del tractor y el arado le pasó por encima. Los de la funeraria quisieron amortajarlo, pero Remedios, la del arroyo, no iba a permitir que nadie tocara a su hombre. Con lágrimas en los ojos lo limpié, afeité y vestí por última vez.
El día del funeral el señor vino expresamente de la ciudad para darme sus condolencias y muy atentamente me ofreció el jornal de Jonás a cambio de trabajar de criada y cocinera en su hacienda.