Aunque recibió una educación acorde con su condición de condesa ningún pedagogo ni ninguna institutriz le dijo nada al respecto; lo descubrió, casi por casualidad, siendo muy niña en la bañera. Florentine abría las piernas y estiraba sus finos labios sonrosados una y otra vez y luego los restregaba con la esponja mojada hasta sentir esa agradable quemazón. Pronto ese escozor llegó acompañado de una húmeda viscosidad que se adhería a las yemas de sus diminutos dedos. Con el tiempo su cuerpo adquirió la forma de una guitarra y vibraba emitiendo placenteros gemidos. La joven condesa aunque anhelaba a diario ser penetrada y sudar hasta desbocarse, sabía que debía mantenerse doncella hasta el día de su matrimonio. Quien no sabía de normas ni prohibiciones era su cuerpo y éste le ofreció un refugio de placer. Cada noche con los ojos inflamados y las pecas de las mejillas encendidas Florentine lubricaba con aceite una larga vela de cera y, acto seguido, la entrada a esa pequeña gruta oculta entre sus nalgas. Primero empezaba con un dedo, despacio, moviéndolo en su interior hasta sentir la garganta seca por el deseo, y justo en ese momento lo sustituía por la vela.
La joven condesa fue desposada a los dieciséis años con un oficial de caballería del Emperador veintitrés años mayor que ella. La noche de nupcias tendida con un camisón de hilo sobre la cama y la abundante cabellera negra sin recoger esperaba ansiosa e ilusionada la entrada de su marido. El capitán de dragones trastabilló al quitarse su uniforme de gala, hipó, y se tumbó sobre ella. Desprendía un fuerte olor a vino y a humo de tabaco. La frotó con las manos, la rascó con su bigote al intentar besarla, empujó, y se convulsionó. A ella le gustó el dolor que sintió, las torpes acometidas y el líquido que la inundó, pero eso era poco y breve. Con los primeros ronquidos de su esposo corrió al baño, cogió la vela y se la introdujo entera. Esta vez en su vagina. Durante las tres próximas noches esperó impaciente a su marido pero no vino y desde entonces dejó de esperarlo.
A las pocas semanas de su matrimonio estalló la guerra contra Prusia y el capitán de dragones marchó al frente. En su ausencia la joven condesa se acostumbró a desayunar con la larga melena suelta en sus aposentos junto a un gran ventanal orientado hacia las caballerizas. A través del cristal llegaban los relinchos, el ruido metálico del martillo al golpear las herraduras, y la profunda y atronadora voz del encargado ordenando a los mozos de cuadra. Mientras trenzaba su abundante cabello observaba con deleite los cepillos de rígidas púas desenmarañar las crines de las bestias, como frotaban sus costados con fuerza y restregaban con las esponjas empapadas sus cuartos traseros. Al verlo la joven condesa inconscientemente levantaba los suyos esperando que también la frotaran, la lavaran o la montaran. Una vez compuesto el moño con las trenzas se desprendía de la camisa de dormir y desnuda, acariciándose los labios hinchados y humedecidos ante el brío de los potros y, sobre todo, por la visión de los sementales, elegía un vestido de montar ligero y sin ropa interior se dirigía a las cuadras. En el pasillo central de las caballerizas, delante de las puertas de los establos, esperaba Pierre, el criado encargado de las cuadras. La joven condesa ignoraba su edad – aunque no era mayor de veintitrés—pero reconocía con claridad ese picor íntimo ante la robustez de sus piernas arqueadas y la abundancia de su vello salvaje y la quemazón al acercarse a él pues olía como los potros jóvenes. Una mezcla de sudor seca, de paja, de estiércol y también de cuero. Sin embargo, odiaba su rostro redondo y tostado como un pan de cebada porque le recordaba su origen campesino.
Sólo Pierre podía guarnecer el caballo que la joven condesa elegía montar y mientras lo hacía ella, a su lado, inhalaba ese aroma intenso que la turbaba. La joven condesa, antes de montar, siempre recorría con sus dedos la piel de la silla para comprobar que estaba correctamente engrasada; luego Pierre la izaba y ella salía trotando hasta llegar a los prados más alejados de la propiedad. Entonces Florentine paraba el caballo, se subía el vestido y se sentaba a horcajadas sobre la silla a la manera de los hombres, y al primer contacto de su sexo sobre la curtida piel engrasada se estremecía; golpeaba con los talones los costados con energía hasta alcanzar un vibratorio y rítmico galope, soltaba las bridas y se agarraba al cuello del corcel restregándose en la montura hasta que sus labios estaban tan hinchados por el roce que unas punzadas de intensísimo placer la recorrían. Cuando sentía la inminencia del orgasmo introducía su nariz entre las crines y recuperaba el olor de sudor seca, de paja, de estiércol y también de cuero.
Meses después de iniciada la guerra recibió una carta de su marido desde la línea del frente. Pierre debía presentarse en la caja de reclutas para alistarse como voluntario en el 8º Regimiento de Dragones.
Aunque continuó observando a los potros y a los sementales la joven condesa dejó de cabalgar a diario y cuando lo hacía sus orgasmos eran secos y breves como cuando era muy niña.
Una mañana llegó un coche de caballos por la avenida que conducía a la residencia. Desde su habitación vio descender a Pierre uniformado de Dragón; con su brillante casco de cobre adornado con las crines negras de caballo, los correajes blancos, su guerrera azul y los pantalones rojos su aspecto era majestuoso “aunque seguía siendo un criado”. Sin poder evitarlo los dedos de la joven condesa descendieron hacia su vagina y al quedar impregnados de un flujo espeso, abundante y caliente los retiró de golpe y con el puño cerrado golpeó la mesa con rabia hasta que Pierre pasó por debajo del ventanal y pudo ver como la manga izquierda de la guerrera colgaba vacía por su costado.
Florentine se desnudó, eligió su traje de montar más sutil y se dirigió a las cuadras.
Cuando entró en las caballerizas los mozos de cuadra formaban un corro que se deshizo ante su presencia y apareció Pierre sentado, sin la casaca, en un taburete. Vestía una camisa blanca con botonadura dorada y de la boca de su manga izquierda sobresalía, en vez de la mano, un reluciente gancho de hierro. Inmediatamente Pierre se puso en pie y preguntó con su poderosa voz:
--¿Qué caballo desea la condesa que le ensille?
Ante unos segundos de duda la juvenil voz de la condesa respondió:
--Un potro joven.
Mientras un criado sujetaba al potro por la brida, Pierre le puso una preciosa mantilla con el blasón de la condesa sobre los lomos negros y poderosos; después, agarró la silla por el arzón y con el brazo derecho la colocó con esfuerzo sobre la bestia, jadeó, apretó los dientes, observó con desprecio la mancha roja que empezaba a extenderse a la altura del hombro izquierdo y empezó a apretar las cinchas a una mano con sorprendente rapidez y habilidad.
--Estás sangrando –advirtió con su cálida voz.
--No es importante condesa, las heridas pronto cicatrizarán.
--Quítate la camisa y deja que las vea.
Pierre obedeció y descubrió un prieto vendaje que cubría gran parte del amplio torso. La joven condesa se acercó y quitó el vendaje ensuciándose sus manos con la sangre y con una segregación maloliente de un color parecido al de la miel. Un tajo largo y profundo cruzaba el hombro y parte del pecho.
--¿Un sable? –preguntó recorriendo con los dedos la herida abierta.
El tacto pastoso de la sangre caliente que brotaba entre las puntadas de hilo, los latidos acelerados del corazón de Pierre y el calor de su piel velluda asfixiaban a la joven condesa provocando una pegajosa humedad entre sus labios.
--Estas heridas necesitan limpiarse y cambiarles el vendaje. Te mandaré una criada para que te haga una cura diaria –y diciendo esto la joven condesa montó, azuzó al potro y salió galopando de las cuadras hasta alcanzar los prados.
Florentine descabalgó de un salto y rodó sobre la hierba quedando boca arriba. Se levantó el vestido por encima del ombligo y con la mano manchada de sangre de Pierre se frotó los labios hasta inflarlos como nunca antes. Adquirieron el tamaño de dos gajos de mandarina, y al pincharlos con sus uñas derramaron todo su jugo en el interior de sus muslos.
Anochecía cuando la joven condesa paseaba cerca de las caballerizas y creyó oír un quejido. Escuchó. Risas apagadas y una voz femenina llegaban del interior. Avanzó por el pasillo central hacia la luz que surgía de la última cuadra. Una linterna pendida de un clavo alumbraba a la rolliza criada asignada al cuidado de las heridas de Pierre. La joven condesa se ocultó entre los múltiples arreos de los caballos y el olor de la piel, el cuero, la grasa empezó a impregnarla. La criada estaba tumbada sobre el heno, con su gorro desplazado, resollando mientras tiraba de unos pezones gordos y largos como cacahuetes. Mantenía puesta la falda y del interior de sus enaguas sobresalía el cuerpo desnudo de Pierre. Podía ver sus nalgas endurecidas y sus testículos formando una bolsa compacta, colgante y llena como la de los potros. Un brillo metálico centró su atención. Era el gancho, deliciosamente curvado, puntiagudo como sus espuelas, salvaje. La joven condesa apoyó la espalda contra la fría piedra de la pared, húmeda, temblorosa hasta que con el estallido de la criada huyó buscando la intimidad de sus aposentos.
A la mañana siguiente la joven condesa informó a la rolliza criada asignada al cuidado de las heridas de Pierre que la madre de su esposo había requerido de sus servicios y que debía partir inmediatamente hacia la mansión de París hasta nueva orden. Luego se tumbó sobre la cama con la abundante caballera negra sin recoger y esperó.
Con las primeras sombras de la noche los tacones de las botas de montar de la joven condesa sonaban en el silencio de las caballerizas como los cascos de las yeguas en el corral de los sementales. Al fondo, en la última cuadra, quemaba el farol y sobre el heno fresco yacía Pierre con su vendaje. Al verla su rostro adquirió la rigidez de una fusta. La joven condesa observó aquel rostro redondo y tostado y con un susurro cálido exclamó: “No te muevas. He venido a limpiar tu herida”. El olor de las caballerizas lo inundaba todo. La joven condesa se agachó, acarició la venda y deshizo el vendaje. La herida no estaba cerrada y olía a yodo. Apoyó los dedos sobre ella y apretó. Pierre no gimió. Presionó de nuevo donde las puntadas estaban más abiertas. Pierre apretaba las mandíbulas sin proferir ningún quejido. Anegada por su hombría Florentine cogió el garfio de hierro y deslizó su punta afilada por sus pechos que latían convulsos por encima del corsé. Luego lo enganchó con habilidad entre los cordones que cerraban la prenda. “Rómpelos. Libérame de los cordones”. Pierre dudó, escrutó los ojos brillantes de la joven condesa y escuchó sus jadeos impacientes, y arrodillado frente a ella tiró con fuerza hacia abajo. Los cordones no cedieron. Con el esfuerzo la herida se amorató y empezó a supurar. Florentine arrastró la lengua por la cicatriz y lamió la piel, la carne y la sangre. Un chasquido resonó, los cordones cedieron y los pechos aparecieron con sus pezones en punta y su areola arrugada. Florentine introdujo sin miedo la punta de hierro en el interior de su boca y la succionó mientras miraba a Pierre. De repente se levantó zafándose del largo vestido y se quedó desnuda a excepción de las medias y las botas de montar. Una yegua relincho. En esa posición apoyó la curva del garfio en el hueco de su vagina, empujó el metal y sintió como parte del acero entraba en ella frío y rígido provocando la llegada de orgasmo. Florentine inspiró varias veces seguidas y el olor de sudor seca, de paja, de estiércol y también de cuero la abrasó. Con su bota de montar inclinó el cuerpo de Pierre. Una vez tumbado sobre el forraje se encorvó sobre él y sacó su polla larga y gruesa como una mazorca de maíz. La sentía palpitar entre sus manos y sus venas parecían ríos azules dibujados en un mapa. También extrajo sus testículos y los apretó en su puño mientras introducía la polla en su boca. La saliva resbalaba por las comisuras al no poder cerrar los labios y manchaban el rizado vello de los testículos. Sabía como un fruto exótico excesivamente maduro, dulzón y empalagoso. Llegaron los primeros espasmos de Pierre y su glande se agrandó y un tibio y viscoso líquido le llenó la boca. Sin dejar de chupar lo tragó todo. Ya no quedaba nada que tragar pero Florentine siguió lamiendo y chupando. Pierre se agitaba sobre el heno y jadeaba igual que después de un gran esfuerzo. Florentine mordió el tronco de la polla y le clavó los dientes hasta que adquirió la misma consistencia de hacía unos minutos. Agarrándola con una mano se sentó sobre ella. Su carne cedió ante el empuje y sus labios la envolvieron con firmeza. Florentine empezó a cabalgar, su grupa subía y bajaba a un ritmo frenético. Nunca había sentido nada tan ardiente ni tan grande en su interior y jamás tan adentro. Golpeaba con todas sus fuerzas sus nalgas contra él, sintiendo el calor y la contracción de sus músculos. Gritó y metió la cabeza entre el heno y así recibió de nuevo el líquido caliente de Pierre que la quemaba por dentro. Tras unos segundos tumbada se incorporó y se quitó las briznas de heno pegadas a la cara y en los pechos. Pierre aún no había dicho nada, sudaba recostado con la herida abierta.
La joven condesa miró su rostro redondo y tostado como un pan de cebada, recogió el vestido, se giró y salió de las caballerizas.
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