Abro los ojos
despacio, con esfuerzo, como si se trataran de dos pestillos atrancados. Estoy
tumbado en una cama de hospital. Siento la presión de una gruesa gasa sobre mi
ceja izquierda y la rigidez del yeso que me cubre desde el tobillo hasta debajo
de la rodilla derecha. Sin necesidad de tocarme ubico todas las contusiones que
magullan mi cuerpo y junto al dolor llegan las imágenes. Perdí el equilibrio,
salí del camino y me precipité con la bicicleta hacia el fondo del barranco del
Valle del Iya; rodaba cada vez a mayor velocidad, primero oí el chasquido de la
pierna, después el impacto de mi cabeza contra una roca. Debí quedar
inconsciente pues no recuerdo más.
En la reluciente
habitación del hospital hay tres camas grises alineadas y separadas por varios
metros. Cada una con su mesita, su flexo y una gran cortina verde recogida
contra la pared. Yo ocupo la primera, próxima a la única ventana, en la segunda
hay un viejo japonés de edad incalculable, y la tercera permanece vacía.
Acababa de
iniciar la ruta de los 88 templos tanto tiempo planificada cuando me descalabré.
¡Cuatro días, sólo cuatro días he tardado en poner fin a mis aventuras en la
isla de Shikoku! Mi deseo de peregrinar en solitario, de conocer la cultura y
la gente de este precioso país se han estrellado conmigo en el barranco.
Los ojos me
chispean de rabia, los puños se cierran mientras golpeo con fuerza mi cabeza
contra la almohada una y otra vez hasta que
reparo en el viejo de al lado. Del pequeño pijama a rayas que envuelve un
cuerpo consumido por la edad y la enfermedad asoma un rostro arrugado, y bajo
sus peladas cejas unos ojos cansados transmiten una placidez infinita. Su
mirada bondadosa y serena descubre esa paz interior de quien ha aceptado su destino,
y esa mirada, aunque parezca increíble, consigue relajarme.
La puerta
corredera de la habitación gime al abrirse, un hombre con bata blanca viene
hacia mí. Me saluda cortésmente, luego extrae unas radiografías de un sobre y hablándome
como si entendiera el japonés desplaza un dedo sobre lo que imagino es mi
tibia; parece complacido con los resultados. A continuación saca un calendario
del bolsillo de su bata y señala una fecha con insistencia, el 7 de julio. Una
pesada languidez me domina al pensar que ese será el día de mi alta médica.
¿Me voy el 7 de
julio? -pregunto casi sin voz y olvidándome de que no puede comprender. Tras
varios segundos de indecisión asiente sin dejar de marcar la fecha.
¡Dios!, si
faltan seis días, ¡seis días encerrado en esta habitación de hospital! Estoy impedido,
me siento incomunicado, y no veo posibilidad de nada. Desfallezco, una amarga
desazón me invade, me hundo en la cama. El abuelo observa mi rostro y percibiendo
mi aflicción me regala su mirada calma y tranquilizadora. Los párpados me
pesan, el dolor me vence.
Al despertar me
doy cuenta que uso un pijama de cuadritos celestes que no es mío y que mi
cuerpo recién lavado huele a jabón, diría que a un jabón de almendras o quizá
de avellanas. Oigo deslizarse la puerta de la habitación. El reloj de la pared
de enfrente marca las doce del mediodía al entrar una enfermera menuda, de cara
circular y pantorrillas abultadas arrastrando un carro con el almuerzo. Primero
sirve al abuelo, después, previo respetuoso y rápido saludo con la cabeza, de
arriba abajo, con fuerza, coloca sonriente mi comida sobre una mesa auxiliar de
ruedas. No tengo hambre y el olor del caldo me disgusta, mi único interés está
en recuperar el diccionario de japonés y la guía de viaje. Con toda clase de gestos
y farfullando alguna palabra intento averiguar si tienen mis pertenencias. La
enfermera contempla con mucha atención mis aspavientos, luego, confusa,
interpela al abuelo, que come con sus palillos unos tallarines a velocidad
prodigiosa, y tras una nueva inclinación sale a pasos cortos y trastabillados
de la habitación. Al ver que ni siquiera he abierto las fiambreras, el abuelo,
en un intento de animarme a comer, se lleva graciosamente los palillos a la
boca y dice tabeyou, tabeyou.
Quizá por el
dolor, la irritación o por el desánimo quedo adormecido mirando el cielo
nublado de tonos grises a través de la ventana. Una suave voz femenina me
despierta.
Una joven enfermera
está limpiando con una toalla el cuerpo arrugado del anciano que permanece
inmóvil y desnudo, a excepción de otra pequeña toalla que le cubre el sexo. El
abuelo, al verme, con una sonrisa infantil, agita su brazo en forma de saludo.
Hasta mi cama llega el aroma del jabón, reconozco ese olor, huele a almendras o
quizá a avellanas. Mis ojos siguen la cadencia rítmica de aquella joven,
admirando la dulzura de sus movimientos y el cuidado que aplica al vestir al
abuelo. Por un momento la joven se gira hacia mí y hace una serena y pausada
inclinación. Es una joven bellísima. Al irse entreveo los elásticos de su pequeña
ropa interior a través de una bata blanca como el azúcar. Sin poderlo evitar la
acompaño con la mirada hasta que desaparece tras el susurro de la puerta
corredera.
Al poco regresa
con la cena. Una vez atendido el abuelo avanza con pasos firmes y ligeros hasta
mi cama donde yo me agito a pesar de las molestias de la pierna escayolada. Inclina
despacio la cabeza con un movimiento armónico, me mira con unos profundos ojos
negros y ronronea un suave konnichiwa
al entregarme el diccionario de japonés y la guía. Jamás escuché voz tan dulce.
Turbado, tartamudeo un arigato, arigato de marcado acento
europeo. En sus labios se perfila una tierna sonrisa mucho más sutil que la que
esboza el abuelo que no pierde detalle. Acerca la mesa auxiliar y coloca la
bandeja de comida. Al girarse mis ojos descienden impacientes sobre la ligera
ondulación de sus pequeñas nalgas dibujadas bajo la fina bata. Las entreveo
duras, altivas, juveniles y me estremezco. El abuelo, que sin duda se divierte
conmigo, me ha descubierto y ahora ríe con la boca abierta enseñando unos pocos
dientes largos y amarillentos. Con sus palillos en la mano clama tabeyou, tabeyou. Un aroma delicioso a
verduras frescas y salsa de soja surge al levantar la fiambrera, hambriento, me
lleno rápidamente la boca y él sonríe complacido.
Las agujas del
reloj de la pared señalan la una de la madrugada y la visión de aquel cuerpo de
líneas sutiles y delicadas me mantiene desvelado. Al deseo de contemplarla se
ha unido la frustración de no poder hablarle. Me doy cuenta que esta incapacidad
de comunicarme me resulta más molesta y desesperante que la inmovilidad de mi
propia pierna.
Amanezco con mi
sexo duro, igual de duro que la escayola. Sonrío, pues aunque no lo recuerde
sin duda he soñado con ella. De inmediato recupero su imagen y decido dedicar
la mañana al estudio del diccionario y a la guía de viaje. Estoy animado,
incluso alegre, tanto que no advierto la tirantez de los puntos de la ceja ni
tan siquiera la pesada rigidez de la pierna. El abuelo ha decidido ayudarme con
mi japonés, después de cada palabra que pronuncio, él, al igual que el eco del
Valle del Iya, la repite inmediatamente. Ya sé como se dice guapa, kawaii.
La puerta ruge
al abrirse de golpe. Es la enfermera menuda con la comida. Al verla siento una
decepción. Comemos los dos con apetito un delicioso ramen. Y vuelta a esperar. Después de lo que me parece una
eternidad, la puerta susurra. Por fin aparece Maiko. Desde esta mañana la llamo así pues he leído que significa aprendiz de geisha. Su juventud, su
extraordinaria belleza y su comportamiento pausado y complaciente la convierten
ante mis ojos europeos en una auténtica geisha de la época Meiji o eso me
parece a mí. El abuelito, pícaro, me mira con complicidad cuando la ve entrar y
consigue que me ruborice.
Se inclina y nos
ronronea su konnichiwa estremecedor.
Al igual que ayer lleva el pelo recogido bajo la blanca cofia y un flequillo
largo le cubre la frente. En pie, frente a la cama, señala la gasa sucia de mi
ceja. La suerte me sonríe, parece que toca cura.
Con precaución
se inclina sobre la herida y de su blanquísima bata llega el olor entremezclado de almidón y
suavizante. Cierro los ojos y aspiro con fuerza y como si escapara de entre los
botones de su pechera se esparce tenue el aroma de su piel, una piel que huele
a manzanas verdes. Un deseo latente hace que suelte la primera palabra que me
viene a la cabeza, que no es otra que kawaii.
Entonces Maiko se queda mirando
con ese candor juvenil oriental y sonríe a la vez que se inclina y susurra un delicado
arigato. Con su extrema delicadeza continúa
la cura y yo, en estado febril, desearía tener cien heridas para que no acabara
nunca.
Estoy mirando
las manecillas del reloj, esperando y rogando para que sea ella quien traiga la
cena, cuando se desliza suavemente la puerta. Es Maiko con un carro de aluminio que coloca junto a mi cama. En él
hay una bandeja de toallas enrolladas, una caja de guantes de plástico, un
recipiente con agua y distintas botellas y jabones.
Tras su pausada
y elegante inclinación de cabeza, sus ojos sonrientes anuncian la hora del
baño. Absolutamente incrédulo la veo desabotonar con sus finos dedos mi camisa
del pijama. Me incorporo para que pueda quitarla. El abundante vello de mi
ancho pecho la sorprende, lo contempla con curiosidad antes de presionar delicadamente
sobre los hombros para tumbarme. Me estremezco al tacto de su piel. Lentamente
se ajusta los guantes de plástico, coge una de las toallas húmedas de la
bandeja y empieza a frotarme el cuello, el pecho. Levanta mis brazos, los frota
primero por delante luego por detrás. Me incorpora de nuevo para lavarme la
espalda. Al hacerlo su pecho se apoya sobre mi hombro izquierdo, rozo la agradable
dureza de su sujetador. ¡Uf, tiemblo! Nuestros cuerpos están pegados igual que
mi nariz a su nuca, aspiro y me impregno de su aroma fresco a manzanas verdes.
Me tumba y con destreza
me despoja del pantalón del pijama. Con una toalla seca del carro cubre mi
abultado calzoncillo, luego introduce las manos por debajo de la toalla y me
quita los calzoncillos que pliega escrupulosamente y deposita en la mesita. Sus
ojos negros, profundos, observan la toalla izada sobre mi sexo. Sin poder
evitarlo mi miembro la golpea sacudiéndola. Coge otra toalla húmeda, tibia, y la
aplica al muslo derecho. El tamaño de mi miembro aumenta. Por unos segundos lo mira
atentamente. Entonces se gira y corre las cortinas verdes de la pared. Quedamos
aislados. Sin saber porqué mis labios suspiran Maiko. Al oírlo se quita los guantes con la misma lentitud que se
los puso. Sin los guantes me lava los pies, los muslos y las ingles con tanta
sutileza que temo eyacular. Cuando sus dedos rozan mis testículos mi miembro
brinca varias veces bajo la toalla, al verlo sonríe. Los roza de nuevo y vuelve
a brincar. Despacio inicia un ligero masaje. Tiro de la toalla que me cubre y aparece
mi falo recto, hinchado, escayolado. Maiko
no aparta sus ojos negros de él hasta que por fin lo acaricia. Lo hace con el
mayor cuidado como si fuera algo sagrado. Expulso un hilo espeso y brillante de
esperma. Con sus dedos lo esparce en círculos sobre mi glande descubierto. Siento
su aliento. Desliza una lengua pequeña y sonrosada sobre el glande amoratado.
Golpea y succiona hasta que lo engulle
en su boca. Estiro mi brazo y lo introduzco bajo su bata, ella permite que acaricie
una nalga dura como una fruta verde. No puedo contenerme, una descarga
caudalosa inunda su boca. Estremecido y erizado veo como con sus dedos recoge el
poco semen que ha quedado en sus labios para lamerlos. Me limpia con la toalla
húmeda, me viste con esmero y después se inclina dos veces a modo de saludo. Descorre
las cortinas y se aleja con el carro llevándose el dolor de unas heridas que ni
siento ni recuerdo.
Veo los finos
elásticos de su pequeña ropa interior cada vez más lejos como lejos queda ya la
ruta de los 88 templos. Bajo las cejas peladas los ojos cansados del abuelo
comprenden que acabo de iniciar un nuevo viaje en la isla de Shikoku, un viaje
inimaginable hace tan sólo un día.
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