Así de simple
Digamos que desde niño fui tímido, luego, durante la pubertad particularmente retraído y ahora, cumplidos los diecinueve, además soy vergonzoso. Y eso era un verdadero problema con las chicas. Me gustan y mucho pero me bloqueo. Ya llevaba yo varias semanas del mes de agosto queriendo pedirle para salir cuando, en una fiesta, mientras yo bebía reuniendo coraje, ella vino, me cogió y me besó. Así de simple. Desde entonces Adela es mi chica.
A las pocas semanas de salir insistió en que conociera a su madre, Soledad. Soledad era mayor, calculo que se aproximaría a los cuarenta, y muy distinta a Adela. Era bajita y gordita, nada presumida incluso desarreglada y nunca usaba sujetador por casa aunque sus tetas lo merecieran. Hablaba mucho, siempre en voz alta, gesticulando con los brazos sin importarle que al hacerlo sus pechos se balanceasen sin control. Acostumbrado a los pechos pequeños y rígidos de Adela empecé a sentir un gran placer en observar los suyos.
Un día especialmente caluroso Soledad sudaba delante de los fogones de la cocina. Sudaba y cocinaba sin dejar de moverse y sin parar de hablar. Llevaba un vestidito azul de verano, muy corto y lleno de botones en la parte delantera, de los cuales muchos estaban desabrochados. Disimulando cuanto podía iba contemplando las gotas de sudor que descendían entre los pechos. Adivinaba el recorrido de las gotas sobre la piel e imaginé los pechos húmedos por el sudor. Temeroso de ser descubierto levanté la vista ruborizado. A partir de ese momento empecé a desear sus pechos y no los de Adela y a frecuentar más la casa.
Una noche ocurrió un hecho extraordinario. Estábamos los tres en el sofá; Adela se había quedado dormida con la cabeza sobre mi regazo y las piernas estiradas sobre las de su madre. Sólo llevaba una camiseta y con un movimiento brusco de su cuerpo quedó descubierto su tanga blanco. Instintivamente fijé la mirada en la delgada línea que se dibujaba a través del algodón. Sólo fueron unos segundos pero Soledad me vio. De golpe me puse grana y las mejillas me ardían. Deseé fundirme o escapar pero no podía moverme si no quería despertar a Adela. Justo entonces Adela sacudió una pierna arrastrando la bata de su madre hacia arriba. Aparecieron sus muslos y entre ellos asomaba la braga. No pude evitarlo, no pude, y miré. A diferencia de Adela, a quién el tanga se le ajustaba completamente liso al pubis, las bragas de Soledad estaban abultadas por el vello. Nunca había visto un bulto tan grande. Mi polla creció de golpe debajo de la cabeza de Adela. No sabía qué hacer y sólo se me ocurrió pensar en imágenes trágicas, en escenas desagradables para bajar mi excitación mientras apretaba el puño derecho clavando las uñas en las palmas de mis manos. Ella siguió hablando con las piernas abiertas, con las bragas expuestas, igual que lo hubiera hecho con las piernas cerradas y yo no dejé de apretar el puño hasta que Adela despertó.
Una vez en el dormitorio, transportado por un atrevimiento impropio en mí dejé la puerta entreabierta, sabiendo que la habitación contigua era la de su madre. Me quité la ropa a tirones, arranqué el tanga de Adela aún medio dormida y sin demora entré en ella. Inclinado sobre su cuerpo empujaba a golpes de riñón, imaginando el coño enorme de Soledad y como temblarían sus pechos si la estuviera poseyendo a ella. “¿Por qué no cerró las piernas? ¿Quería que la mirase? ¿Incluso que la tocase?” Las sacudidas aumentaron con estos pensamientos, también la intensidad y sin querer empecé a gemir, y al final, me atreví a proferir un quejido cuando eyaculé en Adela.
Pasados tres días recibí una llamada de Adela. No podía venir a la playa como habíamos quedado pero había hablado con su madre y ésta me acompañaría. Dijo que la pobre hacía mucho que no iba a la playa y que nos lo pasaríamos bien.
Al llamar a la puerta para recogerla mi boca estaba seca. Era la primera vez que íbamos a estar solos. Soledad ya estaba preparada. Sonreía dentro de un pareo estampado anudado sobre el pecho a juego con el pañuelo que llevaba en la cabeza, con una gigante bolsa de playa colgada al hombro y una especie de sandalias rojas de plástico. También llevaba unos pendientes extraños, me fijé pues nunca solía usar. En el coche quise hablar pero no sabía qué decir así que callaba y pensaba. “¿Debía intentar tocarla hoy? ¿Qué ocurriría si me precipitaba? ¿Y si probase de acariciarle el muslo al cambiar las marchas?”
--No esperaba ir a la playa. No tenía ningún bikini, he intentado ponerme los de Adela, pero qué va, ahí no quepo. Y al final sólo he encontrado este bañador, es horrible, horrible –dijo de pronto abriéndose el pareo para que lo viera--. Me da algo de vergüenza que me veas con él, pero Adela ha insistido en que no me preocupara por eso.
Aferrado al volante miré un segundo el bañador.
--Estoy algo nerviosa –prosiguió--, es la primera vez que voy a la playa con un hombre desde que mi marido murió.
Yo tragué saliva. Y me sentí hombre.
La llevé a la playa más extensa que conocía, varios kilómetros de arena blanca y fina. Cogí su bolsa de playa y caminamos tan cerca el uno del otro que podía olerla con facilidad. Olía a recién duchada, a pastilla de jabón y eso me gustó. Al encontrar una zona desierta, alejada de los bañistas le pregunté si le gustaba. Miró alrededor y dijo que sí. Se desanudo el pareo y apareció el bañador. Ahora lo veía bien. Era de un azul marino uniforme, sin dibujo, muy subido y olía a armario. Acostumbrado a ver el movimiento de sus pechos debajo de la ropa sentí una decepción al verla con ese bañador. Su piel era muy blanca; sin duda era su primer día de playa de este verano o quizá desde hacía varios veranos. Poco a poco empecé a sentirme algo más cómodo. Estiramos las toallas y nos sentamos mirando la espuma del mar. Me giré hacia ella y empecé a hablar como excusa para poder mirarla. Soledad seguía contemplando las olas. Seguro que lo de la playa la pilló por sorpresa pues por debajo del bañador le salían unos robustos pelos rizados en la ingle. Me excité muchísimo al verlos. Y sin poder ni querer evitarlo tuve una erección. En esa posición seguro que Soledad podía verla pero extrañamente y por primera vez, no me importó. Asombrado oí como mi voz decía:
--Es una lástima que uses bañador porque sólo podrás coger color en las piernas.
--Lo sé. La próxima vez compraré un bikini bonito y tiraré este bañador horrible que me asfixia –dijo mirando con desagrado al bañador.
--Quizá si lo bajas un poco te sentirás más cómoda –insinúe indeciso, con voz queda y aterrorizado por los posibles resultados de tanta osadía.
Me miró y sin dudarlo respondió:
--Tienes razón --y diciendo esto se quitó despacio las tiras del bañador y siempre despacio lo deslizo hacia su cintura. Al llegar al vientre sus pechos se desbordaron por encima.
Eran más maravillosos de lo que imaginaba. Muy blandos, largos. Con gran esfuerzo conseguí decir “mucho mejor así”. Ella se limitó a sonreír. Yo no veía ni la arena, ni el mar, ni el sol, ni nada, sólo a Soledad. “Creo que necesitaré mucha crema, estoy tan blanca que me voy a quemar toda si no me protejo bien”. Yo asentí con la cabeza. Con el estómago encogido y una voz apenas audible le pregunté: “¿Quieres que te ponga?” “Sí, por favor. Yo no llegaré por toda la espalda”. Y diciendo esto se giró ofreciéndome la espalda, con las rodillas dobladas y los brazos hacia delante.
Sin saber muy bien cómo hacerlo, cogí el bote, apreté y la crema se derramó sobre su espalda. Mientras pienso que ha llegado el momento de tocarla sin preocuparme la crema desciende por la columna. Turbado por la excitación y por los nervios coloqué las dos manos sobre la espalda y las desplacé sobre la crema espesa, blanca, caliente. Mis manos estaban rígidas y sus músculos relajados mientras me contaba algo sobre la playa. Las deslicé con suavidad, de abajo arriba. Su piel absorbió la crema. Me gustó su tacto. Sin mucha destreza la extendí despacio por todo; al fin, mis manos se curvaron sobre sus costillas y con las puntas de los dedos rocé sus pechos. Me estremecí y una extraña ola de coraje me invadió. Estiré más los dedos y conseguí apretarlos un poco. Dejó de hablar y observé que el vello de su nuca estaba erizado. “¿Cuánto tiempo hará que nadie la toca?”. Tomé una decisión. Volví a llenarme las manos de crema y las puse ardientes sobre sus costados. La esparcí rozando ahora sus tetas en cada movimiento, cada vez mejor. No se movía, no hablaba. Me pegué a su espalda para que pudiera sentir la presión de mi polla durísima y luego, sin dudas, cogí sus tetas con las manos aceitosas y las moví sintiendo su blandura deshacerse entre mis dedos. Suspiró. Acaricié sus pezones sin miedo. Ella estiró sus brazos hacia atrás apoyándolos en la arena a la altura de mis rodillas facilitándome el movimiento.
Resollé en silencio, mis labios sonrieron y pensé: “Así de simple”.
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