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Nota del autor: Los personajes de Anne Bonny y de Jack Rackhman son reales, algunas de sus acciones son mera ficción
Mi nombre es
Jack Rackhman aunque en el mundo de la piratería todos me conocen como Calico
Jack. Una vida de tropelías, de abordajes y muertes me han conducido a este
húmedo calabozo con olor a sentina. Nuestro navío, el Desire, fue apresado tras
una breve lucha y por orden del gobernador de Jamaica seré ahorcado con el
resto de mi tripulación, bueno, toda la tripulación excepto Anne. Anne se ha
salvado de la horca por estar preñada. La afortunada y jodida Anne Bonny. Todavía
puedo oler su aroma dulzón, a leche de coco y a salitre.
Pronto supe de
ella al llegar a la isla de New Providence, Bahamas. Su fama de amante
apasionada y de mujer violenta traspasaba las lujosas cristaleras en las
fiestas del gobernador y entraba como una ráfaga de aire helado en las
calientes y humeantes tabernas, en los burdeles con olor a ron y a furcia usada
y sudorosa que salpicaban la isla.
Su rostro
pecoso, su piel blanca de irlandesa, sus puntiagudos pechos y su rizado coño
colorado eran tan populares entre los ricos hacendados, hombres del gobierno y
demás ralea como para los más sucios y desarrapados piratas que pululaban por
las infectas callejuelas encharcadas de orina. No podría decirse que Anne fuera
remilgada con los hombres así que nunca le importó, si no estaban mutilados,
divertirse con unos y con otros, ni tampoco batirse a muerte con ellos.
Anne era la hija
adúltera de un acaudalado hombre de leyes y la esposa de James Bonny, un
funcionario del gobierno; ambos le ofrecían una vida fácil y acomodada que no
dudó en rechazar. Su carácter irlandés la había lanzado de cama en camastro, de
borrachera tabernaria a reyerta callejera.
Al poco de
conocerla me dejó entrar en su cama. Era más zorra que cualquiera de las que hubiera
probado en los prostíbulos portuarios del Caribe. Después de muchos revolcones,
peleas y borracheras en tierra decidimos
embarcarnos juntos en el Revenge, un pequeño barco pirata. Yo añoraba los
saqueos y ella deseaba aventuras.
Para enrolarse a
bordo Anne tuvo que recoger su rizada cabellera roja bajo un pañuelo que cubrió
con un tricornio de felpa azul, esconder sus duros y puntiagudos pechos bajo un
ancho blusón blanco y sus pantorrillas en unas altas botas de cuero. Debió
hacerlo pues no se aceptaban mujeres entre la tripulación, era un mal presagio.
De día subía al
palo mayor y al palo de mesana con la misma rapidez que el más ágil de los
marineros; escupía, blasfemaba y bebía como el más curtido de los piratas y por
las noches, sin hacer ruido, se deslizaba en mi hamaca, buscando siempre mis
manos. Le encantaban las manos. Bajo el olor estancado a tabaco y arenques del
sollado de proa cogía mi mano derecha y se la llevaba a su coño rizado, húmedo
y abierto. Iniciado el vaivén de mis
dedos en su interior, cogía mi otra mano y la depositaba en su gruta trasera.
Era algo más estrecha para mis dedos pero más calida y más profunda. Al rato
nos cubría, como una capa, el aroma dulzón a leche de coco y a salitre de su
flujo. Cuando las convulsiones producidas por el movimiento de las dos manos eran
continuas sujetaba mi verga bien armada y se la introducía sin distinción en
cualquiera de sus dos agujeros; al cabo de un tiempo cambiaba de orificio. Su
aroma dulzón era tan intenso que absorbía el olor estancado a tabaco y arenques
del sollado. Al finalizar lamía los dedos de mis manos, uno a uno, jadeando de
placer.
En algún momento
se encaprichó de un jovenzuelo, de piel suave y rostro imberbe, cuerpo frágil y
hermoso como las estatuas de bronce, incluso a mis ojos. Varias veces los vi
entrar en el pañol de municiones, allí
permanecían ocultos hasta regresar a cubierta por separado. Conocía bien la
mirada de Anne pero aun más el olor de su cuerpo y por la noche, pues entrara o
no en el pañol de municiones no dejaba de visitar mi hamaca, su cuerpo aun
desprendía aquel aroma dulzón, a leche de coco y salitre. Nunca me importó y
nunca le dije nada porque la jodida Anne Bonny antes que mujer era pirata, y
como todo pirata necesitaba tanto de una buena pelea como de un buen revolcón.
Una tarde
mientras fregábamos la cubierta vi al joven de rostro imberbe y cuerpo frágil
cuchichear con Snoap. Snoap era un corpulento marinero, orgulloso de su fuerza,
bravucón y pendenciero.
Anne,
arrodillada a mi lado sobre la cubierta, frotaba con fuerza la vieja madera con
un cepillo de rígidas púas negras. Soap se acercó por detrás y con la voz rota
por el alcohol, gritando, exclamó:”creo que escondes algo debajo del blusón. Quítatelo,
queremos saber si es cierto que eres una mujer.” Anne ignorando aquella voz rota
siguió rascando la vieja madera. Me di cuenta que Soap había empezado algo que
las miradas de la tripulación le exigían acabar. De un tirón rasgó el blusón de
Anne y sus pechos puntiagudos quedaron colgando. Soap se irguió orgulloso para
proclamar su triunfo. No la vio venir, Anne se levantó desenfundado un pequeño
puñal de su cintura y lo clavó tan profundo como pudo en el cuello de Soap. Mientras
la sangre le salpicaba su rostro pecoso desenvainó la espada y con los pechos
balanceándose como el casco del barco se dirigió hacia el joven de rostro
imberbe y cuerpo frágil. Le lanzó una estocada que erró por centímetros y cuando
iba a lanzar el segundo mandoble varios piratas la sujetaron. Así era la jodida Anne.
Nos abandonaron
en una chalupa cerca de New Providence. Después de cierto tiempo conseguimos
reunir una tripulación de la peor estofa, una tribu de borrachos y fugitivos a
quienes los malos presagios marineros no les hacían mella si los botines eran
cuantiosos. Robamos un viejo galeón español del puerto y nos hicimos a la mar. La
primera noche, en nuestro camarote de oficiales, con mis manos y mi verga
oliendo a leche de coco y salitre, bautizamos el galeón con el nombre Desire.
Navegamos sin
rumbo varios cambios de luna, abordando cuantos navíos nos parecían accesibles.
Tras la captura de un buque inglés Anne descubrió entre su tripulación a un
delicado joven, fresco y bello como una flor de jardín. Se acercó a él y el
deseo inundó sus pupilas mientras recorrían el tallo de aquella flor. De pronto
descubrió el garfio de hierro que surgía de la manga izquierda, su mirada
cambió y el ardor se apagó como se apaga una brasa al contacto con el agua.
Dudó. Le preguntó cómo había perdido la mano. Y una voz juvenil, limpia, casi
inaudible contestó que en una pelea. Me miró decepcionada y como queriendo
justificar su indecisión farfulló “tiene una mano impedida”. Escupió con rabia
por encima de la borda y se quedó en silencio. De repente le dio un terrible
empujón que lo lanzó contra la amura y le gritó: sube al Desire.
Desde los
primeros días le obligó a realizar bajo su atenta mirada faenas que exigían la
fuerza y la habilidad de las dos manos.
Si en algún momento la destreza de los movimientos no complacía a Anne
su rostro pecoso se encendía como una antorcha y su boca desprendía los
insultos más soeces. Imagino que satisfecha con la pericia mostrada por aquel
efebo de una sola mano decidió destinarlo a limpiar nuestro camarote y a
servirnos la comida.
Al ver lo bien
que ejecutaba todas y cada una de sus órdenes con el garfio de hierro, Anne empezó
a llevar los cordones de su blusón cada vez más sueltos hasta conseguir que sus
pechos asomaran durante las cenas. El delicado y bello joven los miraba
mientras servía y se azoraba. Al advertirlo los labios de Anne dibujaban una
sonrisa triunfante y sus pupilas un destello de deseo que ya no se extinguía al
contemplar el garfio. Luego, al acostarnos, incluso antes de coger mis dos
manos para aliviar su fuego, el olor acumulado durante la cena flotaba entre
nosotros. A veces tenía la sensación de que todo el camarote olía a leche de
coco y salitre.
Aquella noche
incluso los pezones salían de su blusón, pequeños, oscuros, contrastando con su
blanca piel. Estaba inquieta al igual que una yegua ante un semental. Esperó a
que el joven se acercara para servirla con una enorme sopera de porcelana. En
ese momento le sobó el culo y bajó su mano hacia la entrepierna. El jovencito
saltó hacia delante, perdió el equilibrio y la sopera de porcelana volcó su
contenido sobre su camisa blanca antes de estrellarse contra el suelo. Quedó en
pie, parado, con la camisa goteando caldo de ternera y fideos. Rápidamente el
líquido empapó el tejido y bajo esa humedad grasosa apareció marcado el contorno
de unos pechos femeninos. Anne y yo intercambiamos una rápida mirada de estupefacción.
Ella se levantó enfurecida con el cuchillo de trinchar y de un tajo rajó la
camisa empapada. Dos pequeños pechos redondos y de pezones muy negros saltaron afuera.
Anne se quedó quieta, mirando incrédula a la joven que tenía delante. Sin poder
contenerse le soltó un puñetazo que le partió el labio. La jovencita lo encajó
sin quejarse y escupió la sangre contra el suelo. Anne acercó la hoja del
cuchillo a un pecho, lo surcó de arriba abajo varias veces hasta terminar
apoyando la afilada hoja contra el pezón. La joven guardaba silencio con los
ojos fijos en el cuchillo, yo estaba expectante y el olor a sopa de ternera
invadía todo el camarote. De repente, como si tuviera vida propia, el pezón
creció, dobló su tamaño. Cuanto más presionaba con la hoja más parecía crecer.
La jodida Anne sonrió al verlo. Repitió la acción en el otro pecho con el mismo
resultado. Empezaba a disfrutar de la situación. La joven ya no miraba el
cuchillo sino que su vista se perdía entre el blusón abierto de Anne. Al
interceptar aquella mirada Anne cogió la mano de la joven y la colocó sobre uno
de sus puntiagudos pechos mientras presionaba con fuerza el cuchillo bajo su
barbilla. “Tócalos” le dijo. Los amasó, los apretó, los acarició hasta que las
bocas de las dos se entreabrieron. “Haz lo mismo con el garfio” le escuché susurrar.
Desde donde estaba pude ver como el gancho entraba por el blusón y como los
ojos de Anne empezaban a arder. Con los primeros suspiros Anne soltó el
cuchillo y se despojó del pantalón y las botas. Cogió los dedos de la muchacha
entre sus manos, se giró hacia mí y me
dijo: “lo que vas a ver te va a gustar”. Se tumbó sobre la mesa, entre los
platos vacíos, y atrajo aquella mano femenina hacia su rizado coño colorado del
que ya emanaba aquel aroma dulzón a leche de coco y a salitre. Entre los jadeos
oía crujir el viejo Desire.
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