El cofre

Antiguamente en estas cajas, con tapa y cerradura, se guardaban las cosas de valor. Si habéis abierto la cerradura de este cofre probablemente no encontréis nada de mucha valía. En él sólo hallareis mis escritos eróticos. Unos ciertos otros inventados. Pero todos creados con el mismo propósito: despertar el deseo y, quizá, la lujuria de nuestros sentidos.







El contramayoral



Nací en el ingenio Mercedes en Guanabacoa, provincia de La Habana. Una de las mayores haciendas azucareras del país, propiedad del Conde de Vallehermoso, Don Zacarías Agramonte y Hernández. Con orgullo digo que soy el mayoral de la plantación como años atrás lo era mi padre. Esa es mi casa y mi patria.
Cercas y vallas delimitan la propiedad; no con la intención de impedir la entrada sino la salida. Sus tierras de cultivo son tan extensas que una jornada a caballo no es suficiente para recorrer las miles de hectáreas de cañas de azúcar que las cubren de verde. Este año la zafra se presenta abundante y se necesitarán muchos brazos vigorosos. Nuestra dotación de esclavos es numerosa aunque es ardua tarea conseguir que todos los negros trabajen bien, a ritmo, sin descanso. Y ese es mi trabajo y mi responsabilidad. Debes ser estricto con los negros si no deseas verlos parados. No sé exactamente cuántos son, pues cada día enferma o muere alguno pero siempre llegan nuevas partidas para reemplazarlos. A día de hoy calculo que tendremos alrededor de unos 380; quien lo sabe es el contable que lleva el registro de las compras, las ventas, los nacimientos y las defunciones. Las tres cuartas partes son hombres, son más fuertes, resistentes y útiles para las labores pesadas y suelen enfermar menos aunque comen más. Últimamente Don Zacarías compra más negras para que empiecen a reproducir y a criar. No sé, la verdad, a mí me da igual pero los niños no son muy productivos aunque a la larga, al haber nacido en la propiedad, sean rentables.
Hace varios meses el Sr. Conde compró en el puerto de La Habana una nueva partida recién llegada de algún país africano para la venidera recogida de caña, en ella predominaban las mujeres aunque sobresalía de entre todos un negro y no por su físico aunque no dejase de ser grande y bien formado sino por su mirada que le distinguía de los demás. Miraba directamente a los ojos sin miedo, desafiante. A las pocas horas de su llegada tuve que azotarlo en presencia de los otros esclavos por ser el causante de una pelea y pocos días después encadenarlo al cepo.
La disciplina y la represión son importantes para que sepan donde están, que pueden o no hacer y para la satisfacción de Don Zacarías, a quién no le gusta que haya problemas con los negros en la hacienda. Yo nunca me desprendo de mi látigo, siempre sujeto al lado derecho del cinturón y en el izquierdo el machete con guarniciones de plata.
Recuerdo que al liberarlo del cepo, me miró en silencio con sus fulgurantes ojos de color ámbar. El roce de la madera del agujero que comprimía su cabeza y muñecas le habían ocasionado supurantes heridas, con todo, ni un quejido se escapó de su boca. Lo metí en el barracón de los nuevos y entró erguido sin mirar atrás. “¡Enbaué!” exclamaron muchos de ellos. Él siguió caminando sin detenerse, evitando con sus largos brazos que se le acercaran hasta derrumbarse sobre un montón de paja seca en un rincón.
Esa noche después de la cena salí de mi vivienda y me dirigí hacia la zona de los barracones y de los bohíos. Éstos con techo de guano y piso de barro apisonado disponen de un camastro de paja para dormir, en ellos ponemos a las familias o a los esclavos de mayor confianza. Los barracones son de construcción parecida pero mucho más grandes y están alineados a decenas junto al cementerio que el ingenio tiene para los negros, donde hay pocas cruces pero muchos cuerpos.
Cuando abrí la puerta del barracón donde yacía Enbaué todos se apartaron y al fondo vislumbré su figura lacerada; a su lado había una esbelta mulata, joven, muy joven, de prietas carnes y ojos dulces intentando restañar sus heridas con unos trapos empapados en algún líquido contenido en una vasija de barro. Los ojos de Enbaué brillaban con odio en la oscuridad. Me marché, era difícil respirar allí dentro.

Los trabajos de recogida de la caña van a buen ritmo, las jornadas son muy largas, unas dieciocho horas diarias. La constante actitud desafiante de Enbaué me permite darle castigos ejemplarizantes ante los demás esclavos. Suelo atarlo en la cruz de madera, enfrente de los barracones, y allí lo fustigo. Aparecen nuevas heridas y se abren las viejas. Sus quejidos ya son audibles y sus lágrimas visibles.
En mis visitas nocturnas a los barracones siempre encuentro a Enbaué con esa esbelta mulata, joven, muy joven, de prietas carnes y ojos dulces, juntos, satisfaciéndose el uno al otro, desnudos sobre la paja que les sirve de camastro. El dolor y las múltiples heridas permanentes que recorren el cuerpo de Enbaué lo están cambiando. Cuantos más latigazos recibe más fuerza pierde su mirada, sus ojos se apagan y el orgulloso brillo ha desaparecido. Su expresión se vuelve dócil y su comportamiento ejemplar. Ya no tengo oportunidad de castigarlo pues es el más eficiente y aplicado de todos los esclavos, trabaja toda la jornada sin hablar con la testuz gacha. Le he proporcionado ciertas mejoras, mejor alimentación, más higiene, alguna muda nueva, mayor descanso y lo he asignado a un bohío con esa esbelta mulata, joven, muy joven, de prietas carnes y ojos dulces.

La noche pasada hubo una pequeña revuelta y un intento de fuga. Los apresamos antes de que llegaran a los límites de la propiedad entre las cañas de azúcar.
Antes del amanecer fuí al bohío de Enbaué, yacía solo, sin la mulata. Ha llegado el momento de proponerle ser mi ayudante, el contramayoral del ingenio. “Dispondrás de una pequeña casa de tablas, una verdadera cama con sábanas, agua para limpiarte, tres comidas calientes y una pequeña asignación. Ropa limpia, calzado, incluso un caballo para poderte desplazar mientras vigilas a los demás esclavos”, le digo. Sus dientes resplandecen y sus ojos se iluminan al agrandarse. “Bien, si te interesa deberás darme prueba de fidelidad y entrega y demostrar tu valía. Al salir el sol deberás azotar delante de todos los esclavos de la plantación a los negros que han intentado escapar. Te entregaré un látigo de piel curtida y una vez hayas finalizado de castigar a los negros con la dureza que exige su falta podrás llevarlo siempre a la cintura como yo llevo el mío y te nombraré mi contramayoral.” Inclina la cabeza lánguidamente y sin darle tiempo a responder me marcho diciendo: “Piénsalo”.
Con las primeras luces del día la enorme explanada enfrente de los barracones recoge a todos los esclavos perfectamente alineados alrededor de las aspas de madera dispuestas para el castigo. Aumenta la luz del día y mengua el ruido de los esclavos. Pronto se escucha el ruido de unas cadenas arrastrándose por las losas que conducen a la explanada. Atados a la cola de un caballo, en fila, con grilletes en cuello, muñecas y tobillos aparecen los negros de la fuga. Llorosos. Les rasgan las ropas dejando al descubierto el torso desnudo de hombres y mujeres. El silencio permite escuchar como crujen las cuerdas al apretar los miembros a la madera Un grito desesperado, profundo recorre de punta a punta la explanada: ¡Enbaué! Es la esbelta mulata, joven, muy joven, de prietas carnes y ojos aterrados, que chilla y llora luchando por desatarse. Repite su nombre, lo grita, lo solloza, lo suplica. En ese momento tiendo el látigo a Enbaué que está rígido a mi derecha. Suda, sus sienes palpitan al igual que su pecho. La mira, no dice nada. Observa el látigo ofrecido. Su mirada se detiene de nuevo en la esbelta mulata, joven, muy joven, de prietas carnes y ojos aterrados, luego en mí. Ase el mango de piel curtida con fuerza tal que los nudillos se emblanquecen y con nitidez retumba el chasquido lacerante del cuero en la negra explanada.

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