La madre y la hija
Como cada viernes voy camino de Salou a visitar a mi madre en el viejo tren de cuatro vagones. Recuerdo que fue durante mi último curso en la facultad cuando se marchó para vivir con aquel hombre y desde entonces, hace ya dos años, no he dejado de visitarla ninguna semana.
Cada vagón tiene varios compartimentos en forma de pequeñas cajas de cerillas con rígidos bancos de piel cuarteada a ambos lados. Hoy, en el trayecto, sentada a mi izquierda hay una señora vestida de negro con una bolsa de mimbre sujeta entre las piernas haciendo crucigramas, y, justo frente a mí, uno de esos señores que intentan camuflar su calvicie lanzando larguísimos pelos a modo de lianas de un lado hacia el otro.
Ya hace varios minutos que ese hombre, oculto detrás de un periódico, no consigue desviar la mirada de mis bragas de algodón. Las mira porque yo se las enseño. Quiero que las mire. Las piernas están abiertas y los muslos descubiertos, sin medias, fugados de la corta falda de cuadros escoceses.
Mis amigas no comparten mis gustos, creo que aun no lo entienden. El exhibicionismo es el acto más egoísta que existe. Yo intento explicárselo con una fórmula casi matemática: exhibición por deseo despertado es igual a placer recibido. Mi madre sí lo tenía claro, es más, era una experta en la aplicación de la fórmula.
Vivíamos los tres en los bajos de un desconchado edificio de una zona obrera. Mi padre nunca tuvo mucho interés en ninguna de nosotras, su único interés eran las cartas y, sobretodo, el vino o cualquier otro alcohol; no andaba nunca por casa y si por alguna casualidad lo necesitábamos íbamos a buscarlo a la bodega de la esquina. Cada año a principios de verano mi madre instalaba la piscina de plástico hinchable en el pequeño patio interior de baldosas resecas. Yo adoraba las tardes porque era entonces cuando mi madre me metía desnuda en el agua y allí me dejaba. Durante todo el tiempo que estaba en remojo nunca había vecinos mirando; más tarde llegaba ella y me preguntaba si estaba fresca el agua mientras se iba despojando de toda su ropa hasta sentarse a mi lado. Jugábamos y gritábamos allí metidas y a los minutos aparecían los vecinos detrás de las ventanas. Y hasta que mi madre no salía de la piscina ellos no se iban. Yo también la miraba y deseaba tener toda esa mata negra entre las piernas, la quería tener igual que la suya, abundante y muy negra, rizada, y también quería sus tetas, gordas, muy gordas con unos pezones como mi meñique cuando estaban duros que era muy a menudo.
El hombre ya no evita mirar mis bragas blancas, ahora transparentes por la humedad, seguro. Fíjate bien y verás mis labios hinchados pegados a la tela, fíjate, así. Me da igual lo que piense, lo único que quiero es que no deje de mirarme, que se excite, que me desee, que quiera tocar pero no se atreva.
Recuerdo la primera vez que lo presencié. Fue en un autobús abarrotado, nosotras estábamos en el pasillo pues no había sitio para sentarse. En ciertos momentos con el traqueteo los que estábamos en el pasillo nos balanceábamos e incluso nos desplazábamos hacia delante o atrás. Con uno de esos vaivenes un hombre quedó pegado al vestido de mi madre, con la entrepierna ajustada entre sus nalgas mientras ella permanecía de pie ignorándolo como si nada ocurriera. Casi a la atura de mis ojos pude ver el pantalón del hombre abultarse más y más mientras no cesaba de presionar con su cuerpo. Entonces mi madre me cogió por los hombros y me giró hacia delante, apartando mi mirada del pantalón. Yo no podía verlo pero a través de sus brazos podía sentir como ella se movía. Cuánto deseé mirarla pero aun no me dejaba.
Abro más las piernas, el señor se está acalorando y yo derritiendo. Disfruto de la viscosidad que siento en la tela, en el vello, en toda la vagina. La señora de mi izquierda ha perdido el interés por el crucigrama y observa el desasosiego que domina al hombre. Una de las lianas se ha desprendido y cuelga sobre su frente. Deseo quitarme la chaqueta para que también pueda mirar mis pechos. Esperaré, que aguante un poco más.
A los diecisiete ya había terminado de crecer. Mis pechos eran grandes pero insuficientes comparados con los de mi madre; sin embargo, ya tenía un monte como el suyo. La misma mata abundante, rizada y muy negra que lucía orgullosa en las tardes de verano desde la piscina de plástico ante algún vecino. Pensé que ya estaba en condiciones de ser deseada con la misma intensidad que ella. Cuando salíamos de casa para pasear y teníamos que coger el autobús, el tren o un taxi yo siempre elegía alguna camiseta ceñida, ajustadita y me la ponía sin sujetador para destacar mis adolescentes y rígidos pechos. Mi madre, por el contrario, siempre se ponía sujetador y camisa desabrochada para formar un opulento escote. Creo que se ponía los sujetadores más pequeños que tenía pues sus pechos parecían el doble de grandes de lo que ya eran y sobresalían por encima de la camisa imponentes, juntos y redondos. Una vez entre la multitud poquísimos eran los hombres que se fijaban en los míos.
La señora vestida de negro se ha bajado en una parada no sin antes dejar una mirada de recriminación en el pequeño compartimento que ahora ocupamos sólo el hombre y yo. Es mayor, tiene cara de cansado y de infelicidad. Sus ojos brillan como bolas de cristal y evidencian la lejanía de un deseo similar. Me agrada, así que me quito la chaqueta y mis pezones aparecen como dos confites de chocolate bajo la camiseta. Él sonríe sin malicia. Yo dejo la chaqueta sobre el asiento y abro de nuevo las piernas, esta vez temerosa. Ahora estamos solos y el hombre podría tomar alguna iniciativa. Quizá piense que quiero que me toque, no, eso no, tú mira, excítate y excítame, sólo eso.
A mi madre le encantaba dejarse tocar delante de mí como parte del propio juego de la exhibición. Yo envidiaba su atrevimiento y me excitaba muchísimo ver como se dejaba hacer por manos desconocidas, torpes e impacientes. Una vez dos obreros regresaban del trabajo junto a nosotras en el bus con su olor a cemento, aceite, polvo, a desencanto. Extasiados por la visión que ofrecíamos, el más viejo de ellos introdujo su mano grande y sucia debajo del vestido de mi madre. El otro hombre y yo seguíamos con la mirada el recorrido de esa mano oculta bajo la tela, ahora sobre las curvadas ancas ahora entre los muslos; encorajinado intentó lo mismo conmigo. Yo al sentir el tacto de esa piel ajena, callosa, me aparté.
Creo que el compartimento huele a mi flujo, tan abundante y espeso es. Mientras pienso que debo calmarme, el hombre con una tranquilidad pasmosa se desabrocha los botones de la bragueta del pantalón y mirándome saca un miembro oscuro, muy largo y fino.
Lo tiene en la mano y se lo acaricia despacio. Es la primera vez que me ocurre algo parecido, no sé que hacer. Lo observo. Me pregunto qué haría mi madre en esta situación.
La corredera de cristal del compartimento se abre con un ruido de rail y entra una mujer con cuatro niños alrededor. El hombre sin esconder su miembro lo cubre con el periódico. La mujer me mira para preguntar algo y se fija en mis pezones descarados, altivos, desciende su mirada hacia mis piernas abiertas y luego hacia el periódico que oculta el miembro del hombre.
“Perdón” dice y empujando a los niños les indica que no se paren, que no caben. Tan pronto como cierra la corredera el hombre levanta el periódico y su miembro me apunta acusadoramente. Tengo miedo y no sé que hacer, así que decido emprender la huida. Me levanto y me inclino para coger la americana permitiendo que vea por última vez mi braga empapada. Una mano caliente, febril se introduce debajo de mi falda y palpa mi sexo cubierto. Intento cerrar las piernas, estoy asustada. Hace fuerza, ahora con dos manos sobre mis muslos, impidiendo que los cierre. Tiene más fuerza que yo voluntad, y mis muslos vuelven a quedar abiertos. Un dedo ha eludido las bragas y ha entrado en mí. No hago nada. Quiero huir pero no puedo. Suspiro. Dos dedos. Suspiro. Me corro con los dedos dentro. Aun siento los espasmos cuando soy arrastrada hacia atrás y sin saber cómo estoy sentada sobre él. Siento la dureza de ese miembro delgado en lo más profundo de mi cuerpo. No quiero mirar. No quiero irme. Quiero que mi madre estuviera para verme. Pienso en ella y empiezo a moverme. Sus manos cogen mis pechos y se aferran a mis pezones que parecen percheros. Sólo unos segundos y vuelvo a correrme de nuevo pero no me levanto. Sigo. Ahora puedo oírlo a él. Explota y su líquido desciende por su miembro. Me incorporo de un salto y sin girarme salgo del compartimento. Recorro el pasillo y abro la ventanilla, saco la cabeza fuera. El aire del verano golpea en la sonrisa de mi cara, el altavoz anuncia la llegada a la estación y allí, en el andén, encontraré a mi madre esperando para irnos juntas a meternos desnudas en la piscina de plástico hinchable que ha instalado en su jardín no muy lejos de los balcones de los vecinos.
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