Sé que muchos de los visitantes de este blog sois aficionados y practicantes del bdsm por eso hoy he seleccionado un párrafo de una obra que versa sobre el mundo de la dominación con una fuerte carga sadomasoquista. Quizá sea poco conocida pero sin duda es turbadora. El propio título ya nos lo indica: El ama. Memorias de una dominadora. En él podréis leer los testimonios y experiencias reales de una famosísima Dómina francesa.
Si el párrafo despierta vuestro interés o deseo de más, encontraréis una reseña completa de la obra y de su autora picando sobre su nombre.
¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Chantaje? ¿Intento de extorsión? ¿Me confunde con su pareja de baile? ¿Con su puta madre? Después de mirar cómo Rasta, impasible, me insultaba a gritos, de pronto me cansé. Le solté una de las bofetadas más sonoras de mi vida; se quedó mudo, una bomba histérica a punto de estallar.
—¡Desnúdate! —le dije.
Comenzó a desnudarse con torpeza.
—¡Más aprisa, perro negrata! Voy a partirte tu culo podrido. Y suelta la pasta, ahí, en el suelo, a mis pies. Alguna vez habrás hecho de gigoló, con tu gruesa polla, pero aquí sólo eres un puto maquillado que me trae lo que ha ganado callejeando, ¿entendido? De rodillas, y repite conmigo: «Soy su esclavo, su esclavo negro, y usted, ¡usted es la diosa blanca!». Sí, tú eres el negrito, trabajas para mí en la plantación, ¡y te azotaré si trabajas mal! Repite: «Soy sucio por naturaleza»…
Rasta repetía. Se le desorbitaban los ojos de placer.
—¿Te has visto la polla, Rasta? Es gorda, sí; podría servir… —me acerqué a su oreja vociferando—, ¡para encular a mis esclavos blancos! Voy a venderte a los esclavos blancos, Rasta. ¡Ah, te has atrevido a insultar a una diosa! Lo pagarás caro, larva hedionda, invertebrado, oruga de mierda, sub-raza reptante. No paraba de abofetearle, de escupirle a la cara, y a Rasta se le empinaba como un loco. Sin embargo, ni siquiera le había rozado el sexo. Tenía un cuerpo escultural; las gotas de sudor se deslizaban por su piel como perlas brillantes. De rodillas, con las manos a la espalda, Rasta se bebía mis palabras. Yo veía sus ojos de bronce desorbitados, lacrimosos…
—Tu boca, Rasta, es como un cubo de basura dispuesto a engullir mis calientes meadas, mis mierdas…
Yo hablaba como una máquina programada. Rasta seguía postrado a mis pies, prosternado. Pedía más. Estaba colgado, como un muerto de hambre, de mis palabras, de mis gestos, del látigo. Todo le excitaba. Quería disfrutar, disfrutar hasta reventar, quería… Decía: «Al fin he encontrado a mi Ama, usted es el Ama…».
Yo estaba trastornada por ese masoquismo eléctrico. Poco a poco, los efectos de la turbación se invertían: «Las perras blancas sólo piensan en la polla gorda del negro».
Reconozco que Rasta poseía un sexo increíble. Antiguas fantasías me cruzaban por la mente: viajes en los que J. P. hacía que me violara un negro. Un black master. Ese día me contenté con el garañón, manteniendo el estereotipo de ama. Rasta se quedó en ayunas.
—Acércate, animal hediondo, gusano injodible —la verdad es que se hunden no bien les dices que son injodibles—. A ver, déjame tocar esa polla que las vuelve locas… ¡No parece nada del otro mundo! ¡Estoy segura de que eres incapaz de hacer que me corra!
¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Chantaje? ¿Intento de extorsión? ¿Me confunde con su pareja de baile? ¿Con su puta madre? Después de mirar cómo Rasta, impasible, me insultaba a gritos, de pronto me cansé. Le solté una de las bofetadas más sonoras de mi vida; se quedó mudo, una bomba histérica a punto de estallar.
—¡Desnúdate! —le dije.
Comenzó a desnudarse con torpeza.
—¡Más aprisa, perro negrata! Voy a partirte tu culo podrido. Y suelta la pasta, ahí, en el suelo, a mis pies. Alguna vez habrás hecho de gigoló, con tu gruesa polla, pero aquí sólo eres un puto maquillado que me trae lo que ha ganado callejeando, ¿entendido? De rodillas, y repite conmigo: «Soy su esclavo, su esclavo negro, y usted, ¡usted es la diosa blanca!». Sí, tú eres el negrito, trabajas para mí en la plantación, ¡y te azotaré si trabajas mal! Repite: «Soy sucio por naturaleza»…
Rasta repetía. Se le desorbitaban los ojos de placer.
—¿Te has visto la polla, Rasta? Es gorda, sí; podría servir… —me acerqué a su oreja vociferando—, ¡para encular a mis esclavos blancos! Voy a venderte a los esclavos blancos, Rasta. ¡Ah, te has atrevido a insultar a una diosa! Lo pagarás caro, larva hedionda, invertebrado, oruga de mierda, sub-raza reptante. No paraba de abofetearle, de escupirle a la cara, y a Rasta se le empinaba como un loco. Sin embargo, ni siquiera le había rozado el sexo. Tenía un cuerpo escultural; las gotas de sudor se deslizaban por su piel como perlas brillantes. De rodillas, con las manos a la espalda, Rasta se bebía mis palabras. Yo veía sus ojos de bronce desorbitados, lacrimosos…
—Tu boca, Rasta, es como un cubo de basura dispuesto a engullir mis calientes meadas, mis mierdas…
Yo hablaba como una máquina programada. Rasta seguía postrado a mis pies, prosternado. Pedía más. Estaba colgado, como un muerto de hambre, de mis palabras, de mis gestos, del látigo. Todo le excitaba. Quería disfrutar, disfrutar hasta reventar, quería… Decía: «Al fin he encontrado a mi Ama, usted es el Ama…».
Yo estaba trastornada por ese masoquismo eléctrico. Poco a poco, los efectos de la turbación se invertían: «Las perras blancas sólo piensan en la polla gorda del negro».
Reconozco que Rasta poseía un sexo increíble. Antiguas fantasías me cruzaban por la mente: viajes en los que J. P. hacía que me violara un negro. Un black master. Ese día me contenté con el garañón, manteniendo el estereotipo de ama. Rasta se quedó en ayunas.
—Acércate, animal hediondo, gusano injodible —la verdad es que se hunden no bien les dices que son injodibles—. A ver, déjame tocar esa polla que las vuelve locas… ¡No parece nada del otro mundo! ¡Estoy segura de que eres incapaz de hacer que me corra!