El cofre

Antiguamente en estas cajas, con tapa y cerradura, se guardaban las cosas de valor. Si habéis abierto la cerradura de este cofre probablemente no encontréis nada de mucha valía. En él sólo hallareis mis escritos eróticos. Unos ciertos otros inventados. Pero todos creados con el mismo propósito: despertar el deseo y, quizá, la lujuria de nuestros sentidos.







viernes, 13 de julio de 2012

Una travesía a bordo del Desire (III parte)



Nos abandonaron en una chalupa cerca de New Providence. Después de cierto tiempo conseguimos reunir una tripulación de la peor estofa, una tribu de borrachos y fugitivos a quienes los malos presagios marineros no les hacían mella si los botines eran cuantiosos. Robamos un viejo galeón español del puerto y nos hicimos a la mar. La primera noche, en nuestro camarote de oficiales, con mis manos y mi verga oliendo a leche de coco y salitre, bautizamos el galeón con el nombre Desire.


Navegamos sin rumbo varios cambios de luna, abordando cuantos navíos nos parecían accesibles. Tras la captura de un buque inglés Anne descubrió entre su tripulación a un delicado joven, fresco y bello como una flor de jardín. Se acercó a él y el deseo inundó sus pupilas mientras recorrían el tallo de aquella flor. De pronto descubrió el garfio de hierro que surgía de la manga izquierda, su mirada cambió y el ardor se apagó como se apaga una brasa al contacto con el agua. Dudó. Le preguntó cómo había perdido la mano. Y una voz juvenil, limpia, casi inaudible contestó que en una pelea. Me miró decepcionada y como queriendo justificar su indecisión farfulló “tiene una mano impedida”. Escupió con rabia por encima de la borda y se quedó en silencio. De repente le dio un terrible empujón que lo lanzó contra la amura y le gritó: sube al Desire.
Desde los primeros días le obligó a realizar bajo su atenta mirada faenas que exigían la fuerza y la habilidad de las dos manos. Si en algún momento la destreza de los movimientos no complacía a Anne su rostro pecoso se encendía como una antorcha y su boca desprendía los insultos más soeces. Imagino que satisfecha con la pericia mostrada por aquel efebo de una sola mano decidió destinarlo a limpiar nuestro camarote y a servirnos la comida.
Al ver lo bien que ejecutaba todas y cada una de sus órdenes con el garfio de hierro, Anne empezó a llevar los cordones de su blusón cada vez más sueltos hasta conseguir que sus pechos asomaran durante las cenas. El delicado y bello joven los miraba mientras servía y se azoraba. Al advertirlo los labios de Anne dibujaban una sonrisa triunfante y sus pupilas un destello de deseo que ya no se extinguía al contemplar el garfio. Luego, al acostarnos, incluso antes de coger mis dos manos para aliviar su fuego, el olor acumulado durante la cena flotaba entre nosotros. A veces tenía la sensación de que todo el camarote olía a leche de coco y salitre.