Besos a todas
Los señores venían a la hacienda los meses de verano, luego marchaban y en invierno, los fines de semana, regresaba el señor para cazar en la finca. Así pues, sin hombre ni hijo a quien atender y con un trabajo que durante la mayoría de los meses no exigía mucha dedicación, empecé a disponer de horas, horas que jamás me habían pertenecido. Y sin saber cómo empecé a descubrir sensaciones y placeres que yo nunca hubiera imaginado que existieran.
Ya tendría yo treinta y ocho o treinta y nueve años; estaba lozana, con unas carnes prietas y abundantes, bajita y bicolor: parda como la tierra era la piel expuesta al sol y blanca como papel de fumar el resto. Ahhh, y negra, muy negra ahí abajo. Como ya comenté Jonás no era mucho de la cosa, así que me resigné y aprendí a prescindir. Aunque creo que mi cuerpo fue acumulando una necesidad, sino no entiendo el cambio. Empecé a dormir sin sujetador ni bragas debajo del camisón y enseguida me gustó esa sensación de libertad, ese frescor, mayor cuanto más separaba las piernas. Al poco prescindí de aquel camisón blanco y largo que me recordaba las noches con Jonás y me acostumbré a tocarme pero aunque me gustaba no conseguía complacerme del todo. Una noche descubrí mi clítoris, pequeñito, oculto bajo una piel rugosa, y no sé aún porqué pero lo pellizqué. Con el segundo pellizco tuve un pequeño espasmo, llegó rápido y por sorpresa. Interesada más que excitada lo volví a pellizcar ahora con mayor fuerza, lo retuve apretado contra mis uñas muchos segundos, hasta que sentí que el corazón me salía entre las piernas. Me retorcí, me convulsioné y me empapé toda de un líquido transparente y tibio. Recuerdo mi perplejidad ante el inmenso redondel dibujado en el centro de la sábana, jamás hubiera imaginado que eso pudiera suceder. Y ya no hubo noche que no me retorciera el clítoris, los pezones, los pezones y el clítoris, y los espasmos acudían a mí una y otra vez. Me asusté y pensé que estaba enferma, no podía ser normal que el dolor me produjera tanto placer. Por las mañanas trabajaba en la hacienda, por las tardes en la huerta de mi parcela, pero siempre esperando que llegara la noche. Tanto lo deseaba que a veces, después de la ducha y antes de cenar, ya me ponía dos pinzas de madera, de esas de tender, en los pezones. Cenaba con ellas y todo el tiempo sentía ese escozor maravilloso. Esos días no llegaba a la cama, me tumbaba en el suelo y allí me entregaba a mi placer.
Un día del mes de agosto, a media tarde, iba yo caminando de regreso de la finca de los señores por un sendero de tierra y piedras que conducía a mi parcela, cuando escuché un golpeteo sordo. A lo lejos divisé dos hombres debajo de un almendro con unas largas varas golpeando las almendras no muy lejos del sendero. A medida que me acercaba escuchaba con mayor nitidez el golpeteo seco de esos largos palos, era rítmico y constante como una tonadilla. Decenas de veces lo había visto pero nunca había mirado. Esta vez paré y observé como las varas caían con rapidez sobre las almendras lanzándolas con violencia al suelo. Me impresionó su maestría con esos garrotes tan largos, yo creo que harían más de cuatro metros. La base bailaba entre las manos de aquellos hombres y la punta vibraba golpeando con increíble precisión. En lo alto del almendro había un nutrido grupo de almendras apretujadas unas contra otras. Hasta allí llegó la vara, golpeó sobre ellas a compás de una música inaudible, dos, tres, cuatro veces y las almendras se desprendieron una tras otra. Aquella noche mientras me pellizcaba veía las varas contonearse, adelante y atrás, batiendo con rapidez. La imagen no quería irse. Y yo fluía sin parar. Agotada me dormí pero a medianoche desperté escuchando de nuevo el ruido sordo de los golpes y la vibración del viento producido por las varas. Me levanté y sin darme cuenta que iba desnuda salí fuera, me dirigí a la leñera y elegí una rama seca, larga y algo gruesa. Jamás había visto mis pezones así, tenían el tamaño y el color de los dátiles. Entré en casa y sin pensármelo más descargué la rama sobre el vientre, una y otra vez, no miraba donde golpeaba, cerraba los ojos y disfrutaba del dolor que producía cada golpe.
Bonito, bonito, bonito. Muy bien, bravo. María
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