martes, 24 de agosto de 2010
El contramayoral
A la espera de la IV parte de "En lo alto del almendro" hoy he colgado un relato que escribí hace tiempo. No es erótico, por ese motivo he creado una página con su título: "El contramayoral". Lo encontraréis en el menú, en la parte izquierda de la pantalla. He pensado que el blog es un buen sitio para él, mejor aquí que en una carpeta de mi ordenador. Me gustaría saber vuestra opinión si decidís leerlo, pues es un relato al cual tengo un especial afecto. Gracias y feliz lectura.
jueves, 12 de agosto de 2010
En lo alto del almendro (III parte)
Bueno, por fin ya está aquí la tercera parte del relato. Si no hay ningún cambio queda pendiente una última entrega. Como siempre digo, espero que os guste tanto leerla como a mi escribirla. Ahh, no quiero olvidarme de dar las gracias a todas las nuevas lectoras por leerme y por ser tan amables en sus comentarios respecto a este cofre que es el de todos los que sentimos pasión por los sentidos. Un beso a todas.
Durante días tuve remordimientos y una profunda preocupación. Ya no tenía dudas: estaba enferma. Me avergoncé, también me preocupé y decidí no hacerlo más. Pero cada noche al pellizcarme añoraba la quemazón que me produjo la rama y debía reprimir la voluntad de salir a por una. Intentaba no pensar y no desear y me reprendía cuando sucedía; y cuanto mayor era el esfuerzo por alejar de mi mente esos pensamientos más presente era el deseo. Y esa lucha era algo horrible y desesperante que provocaba que por las noches no pudiera conciliar el sueño presa de una voluptuosidad incontrolable. Al fin sucedió lo que debía suceder: volví a la leñera y cogí del rincón de la esquina la rama que con toda maldad había tallado hasta convertirla en vara.
Tantos días de continencia y represión provocaron un castigo tan cruel como placentero. Esta vez no me limité a mi vientre; mis pechos y mis nalgas también fueron azotados con pasión. Comprobé que si conseguía que la vara impactase de lleno en mis carnes era mucho más placentero y en esas ocasiones, casi automáticamente, aparecía una fina línea roja sobre la piel blanca. Y por increíble que pueda parecer cuantas más líneas veía trazadas sobre mi cuerpo, mayor número deseaba y redoblaba mi ímpetu para conseguirlas. Con el sexo y los muslos empapados por mi líquido transparente y tibio, las nalgas calientes como ascuas y mi pecho izquierdo (pues no conseguía impactar con certeza en el derecho) surcado como un campo recién arado caí extenuada sobre la cama.
Varios días después, en la casa de los señores, y convencida que toda la familia había ido de compras al pueblo entré en el despacho privado del señor, pues sólo en su ausencia se me permitía limpiar esa habitación. Al abrir la puerta lo primero que vi fue al señor, sentado detrás del escritorio, mirando unos papeles. Tan sorprendida quedé que no sabía si cerrar la puerta sin decir nada y retirarme, si entrar, si hablar… al final, recuerdo que dije: “Perdone, pensé no estaba. Ya limpiaré en otro momento, siento haberle interrumpido”. “Da igual, no te preocupes, puedes limpiar. Pero hazlo en silencio Remedios”. “Sí señor”.
Poco a poco empecé a limpiar con mucha cautela. Recuerdo la incomodidad que sentía, ya fuera por su presencia o por el silencio empalagoso que nos separaba. Fui tranquilizándome y mis movimientos adquirieron mayor brío. Mientras trabajaba olía el aroma de su puro, un olor suave y agradable, a frutos tostados, a hojas quemadas. A pesar de la presencia del señor y de sentirme observada aumenté la intensidad. Inclinada sobre la fregona me desplazaba de un lado a otro sin percibir que mi bata estaba algo desabrochada y que con los movimientos de los brazos la parte superior de mis pechos eran completamente visibles.
El silencio se rompió por la educada y sonora voz del señor que retumbó en el despacho como el trueno que precede a la tormenta:
-Remedios, acérquese un momento.
Sorprendida obedecí con pasos cortos hasta pararme frente a él observando ascender la delgada línea gris del humo del cigarro.
-¿Se ha hecho daño?
Creo que en ese momento mi estómago dio un vuelco de ciento ochenta grados, o eso sentí. No respondí, pues no estaba segura de entender la pregunta. Al ver mi azoramiento se levantó, estiró el brazo por encima del escritorio y separó ligeramente las puntas de la bata con una seguridad que nunca imaginé. La bata se abrió y por encima del sujetador, en el pecho izquierdo, destacaban varias marcas no muy profundas, lineales, del color del vino tinto. Al verlas enrojecí como una fresa. Y el señor, sin soltar el vestido, no dejaba de escrutar las heridas. Dí unos pasos hacia atrás y desprendió la mano, “trabajando en mi huerto”, me apresuré a responder y sin esperar a que volviera a preguntar recogí el cubo, la fregona, los trapos y salí huyendo.
Durante días maldije mi estupidez por haberme descuidado de esa manera y cada día esperaba que el señor me comunicara que ya no me necesitaban. Durante ese tiempo volví a guardar la vara en la leñera.
Una tarde finalizada mi jornada estaba plantando en mi huerto cuando un mozito a su servicio vino para comunicarme que debía ir enseguida.
Temerosa ante el aviso y augurando mi despido me lavé la cara, los brazos, aseé el pelo, cambié mis zapatos embarrados y partí deprisa.
Encontré al señor sentado en la butaca del comedor; yo estaba nerviosa y él, relajado, sostenía una copa de brandy en la mano y fumaba uno de sus cigarros. Me había mandado llamar porque quería saber si podía limpiar la bodega esa misma tarde pues mañana recibía invitados y quería mostrarla. Ante mi silencio, fruto del sosiego producido por la petición, el señor insistió preguntando si podía adecentarla aunque sólo fuera un poco, y lo hizo con una mirada que nunca antes había visto. Sus pequeños ojos brillaban como los de un gato en la oscuridad y recorrían mi cuerpo de arriba abajo, sin prisa y con bastante descaro. Me avergoncé porque me sentí completamente desnuda delante de él y tuve la seguridad que mi vestido gastado y algo sucio no ocultaba nada a su mirada. Ruborizada y deseosa por proteger mi desnudez, respondí que ahora mismo empezaba.
Durante días tuve remordimientos y una profunda preocupación. Ya no tenía dudas: estaba enferma. Me avergoncé, también me preocupé y decidí no hacerlo más. Pero cada noche al pellizcarme añoraba la quemazón que me produjo la rama y debía reprimir la voluntad de salir a por una. Intentaba no pensar y no desear y me reprendía cuando sucedía; y cuanto mayor era el esfuerzo por alejar de mi mente esos pensamientos más presente era el deseo. Y esa lucha era algo horrible y desesperante que provocaba que por las noches no pudiera conciliar el sueño presa de una voluptuosidad incontrolable. Al fin sucedió lo que debía suceder: volví a la leñera y cogí del rincón de la esquina la rama que con toda maldad había tallado hasta convertirla en vara.
Tantos días de continencia y represión provocaron un castigo tan cruel como placentero. Esta vez no me limité a mi vientre; mis pechos y mis nalgas también fueron azotados con pasión. Comprobé que si conseguía que la vara impactase de lleno en mis carnes era mucho más placentero y en esas ocasiones, casi automáticamente, aparecía una fina línea roja sobre la piel blanca. Y por increíble que pueda parecer cuantas más líneas veía trazadas sobre mi cuerpo, mayor número deseaba y redoblaba mi ímpetu para conseguirlas. Con el sexo y los muslos empapados por mi líquido transparente y tibio, las nalgas calientes como ascuas y mi pecho izquierdo (pues no conseguía impactar con certeza en el derecho) surcado como un campo recién arado caí extenuada sobre la cama.
Varios días después, en la casa de los señores, y convencida que toda la familia había ido de compras al pueblo entré en el despacho privado del señor, pues sólo en su ausencia se me permitía limpiar esa habitación. Al abrir la puerta lo primero que vi fue al señor, sentado detrás del escritorio, mirando unos papeles. Tan sorprendida quedé que no sabía si cerrar la puerta sin decir nada y retirarme, si entrar, si hablar… al final, recuerdo que dije: “Perdone, pensé no estaba. Ya limpiaré en otro momento, siento haberle interrumpido”. “Da igual, no te preocupes, puedes limpiar. Pero hazlo en silencio Remedios”. “Sí señor”.
Poco a poco empecé a limpiar con mucha cautela. Recuerdo la incomodidad que sentía, ya fuera por su presencia o por el silencio empalagoso que nos separaba. Fui tranquilizándome y mis movimientos adquirieron mayor brío. Mientras trabajaba olía el aroma de su puro, un olor suave y agradable, a frutos tostados, a hojas quemadas. A pesar de la presencia del señor y de sentirme observada aumenté la intensidad. Inclinada sobre la fregona me desplazaba de un lado a otro sin percibir que mi bata estaba algo desabrochada y que con los movimientos de los brazos la parte superior de mis pechos eran completamente visibles.
El silencio se rompió por la educada y sonora voz del señor que retumbó en el despacho como el trueno que precede a la tormenta:
-Remedios, acérquese un momento.
Sorprendida obedecí con pasos cortos hasta pararme frente a él observando ascender la delgada línea gris del humo del cigarro.
-¿Se ha hecho daño?
Creo que en ese momento mi estómago dio un vuelco de ciento ochenta grados, o eso sentí. No respondí, pues no estaba segura de entender la pregunta. Al ver mi azoramiento se levantó, estiró el brazo por encima del escritorio y separó ligeramente las puntas de la bata con una seguridad que nunca imaginé. La bata se abrió y por encima del sujetador, en el pecho izquierdo, destacaban varias marcas no muy profundas, lineales, del color del vino tinto. Al verlas enrojecí como una fresa. Y el señor, sin soltar el vestido, no dejaba de escrutar las heridas. Dí unos pasos hacia atrás y desprendió la mano, “trabajando en mi huerto”, me apresuré a responder y sin esperar a que volviera a preguntar recogí el cubo, la fregona, los trapos y salí huyendo.
Durante días maldije mi estupidez por haberme descuidado de esa manera y cada día esperaba que el señor me comunicara que ya no me necesitaban. Durante ese tiempo volví a guardar la vara en la leñera.
Una tarde finalizada mi jornada estaba plantando en mi huerto cuando un mozito a su servicio vino para comunicarme que debía ir enseguida.
Temerosa ante el aviso y augurando mi despido me lavé la cara, los brazos, aseé el pelo, cambié mis zapatos embarrados y partí deprisa.
Encontré al señor sentado en la butaca del comedor; yo estaba nerviosa y él, relajado, sostenía una copa de brandy en la mano y fumaba uno de sus cigarros. Me había mandado llamar porque quería saber si podía limpiar la bodega esa misma tarde pues mañana recibía invitados y quería mostrarla. Ante mi silencio, fruto del sosiego producido por la petición, el señor insistió preguntando si podía adecentarla aunque sólo fuera un poco, y lo hizo con una mirada que nunca antes había visto. Sus pequeños ojos brillaban como los de un gato en la oscuridad y recorrían mi cuerpo de arriba abajo, sin prisa y con bastante descaro. Me avergoncé porque me sentí completamente desnuda delante de él y tuve la seguridad que mi vestido gastado y algo sucio no ocultaba nada a su mirada. Ruborizada y deseosa por proteger mi desnudez, respondí que ahora mismo empezaba.
jueves, 5 de agosto de 2010
En breve
Hoy he encontrado esta maravillosa foto y enseguida me ha recordado las maravillosas nalgas de Remedios. Pues así son las suyas: bien formadas, con líneas gruesas y poderosas, carnosas, de piel blanca que reclaman atención. Y entonces he caído en la cuenta que aun no sabéis nada de sus encantadoras posaderas; lo siento, os aseguro que en breve estará la tercera parte -no la última- del relato para todos los que lo siguen (a pesar de que las entregas lleguen tan espaciadas unas de otras; lo sé) Mientras, espero que esta imagen os despierte muchas y variadas sensaciones. Un beso
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