El cofre

Antiguamente en estas cajas, con tapa y cerradura, se guardaban las cosas de valor. Si habéis abierto la cerradura de este cofre probablemente no encontréis nada de mucha valía. En él sólo hallareis mis escritos eróticos. Unos ciertos otros inventados. Pero todos creados con el mismo propósito: despertar el deseo y, quizá, la lujuria de nuestros sentidos.







miércoles, 1 de febrero de 2012

Un nuevo relato erótico

Después de mucho tiempo llega un nuevo relato. Para esta ocasión he seleccionado un relato anónimo que comentamos en un taller de literatura erótica, espero que os agrade.


Educar para la vida


Con apenas veinticuatro años me encontré con un título universitario debajo del brazo que me daba patente para educar: era, por fin, después de cinco aburridos y planos cursos en una plana y aburrida universidad, una brillante licenciada en Filosofía y Letras, lo que me confería, de manera automática, autoridad para impartir clases, autoridad para repartir entre mi alumnado tristes suspensos o luminosos sobresalientes en función de su aprovechamiento escolar, opción ésta que, desde siempre, me erotizó considerablemente, ya que era una forma de poder, pero ésta es otra historia de la que no me toca hablar ahora. Podía dar clases como profesora de letras y como tal fui contratada por un pequeño colegio del extrarradio para «impartir aquellas asignaturas relacionadas con la licenciatura por usted cursada», me explicó una directora pedante que me quería pluriempleada por cuatro duros; pero como yo era joven y necesitaba trabajo y, sobre todo, experiencia, dije que de acuerdo sin más discusión y me enfrenté a la vida laboral con el optimismo que proporciona la inexperiencia unida a la poca edad.

Recuerdo mi primer día de clase: alineadas en viejos pupitres en un aula abigarrada, treinta adolescentes llenas de vida que no me quitaban ojo, muertas de curiosidad ante la nueva profesora y yo, de pie tras mi decrépita mesa, sobre el estrado —a mi espalda un mugriento mapa de España físico y una pizarra—, disimulando como podía el temblor de mis rodillas. De pie como estaba, en medio de un silencio que se podía masticar, con una voz que yo sentí salir ronca de mi garganta y que procuré hacer solemne, empecé a pasar lista, mirando detenidamente a cada alumna después de haber dicho su nombre. Las Alonso y Balbuena fueron saliendo y yo veía del otro lado caras asombradas, asustadas algunas y, en todo caso, curiosas, caras de adolescentes de todos los tipos posibles: vulgares, granujientas, descaradamente feas, anodinas, aburridas, alguna simpática, otras agradables, algunas guapa-cursi, otras guapa-sosa. Llegaron las Fernández, Ferrer, Hoyos y las caras seguían siendo desesperadamente iguales, algunas tan infantiles que parecía imposible que tuvieran los diecisiete años que el curso obligaba. Pasé por las Iglesias, Martínez, Las Olmos, Peláez y Román. Una me pareció abiertamente simpática: Emma Román y me acordé de una Emma que tuve de compañera en la facultad, una Emma seductora, así que tomé nota de esa Emma por si acaso. Sánchez y más Sánchez, una de ellas francamente guapa pero insoportablemente cursi; Tamames, muy desproporcionada, luego Téllez y todas las uves, y cuando ya parecía que se acababa la lista, escondida muy al final apareció Paz Zamanillo, con tanta zeta, tan tarde, cuando ya tenía perdida la esperanza. Me dijo «sí» para indicar que estaba y que era ella, un «sí» tan especial que tuve que pararme y repetir, «Zamanillo, Paz» sólo por oír su profundo sí profundo y lleno. Era como para morirse: los dieciséis años más hermosos que pueden imaginarse, con una expresión de saber de qué va la vida y de una inocencia absoluta a la vez en partes iguales, con un aire de perdonarme la existencia y de colgarse de mí simultáneamente, con una mirada de suficiencia y de necesidad cincuenta cincuenta. Paz Zamanillo. Te deseé en cuanto te eché la vista encima.

Durante éste, mi primer curso como docente, me dediqué a aprender a ser profesora sin que mis alumnas se dieran cuenta y aprendí a enseñar mientras ellas aprendían lo que yo les enseñaba. Apredí también a erotizarme con mi trabajo. Cada mañana y cada día de la semana, vuelta hacia la pizarra, escribía para ellas nombres y fechas que desconocían y me colocaba con ello. Me gustaba el ruido de la tiza en la pizarra, me gustaba mi letra en la pizarra y me demoraba escribiendo, dándoles ostensiblemente la espalda, sintiendo sus ojos puestos en mí, me demoraba moviéndome por el estrado, mirándolas al andar. Me demoraba limpiándome los dedos blancos de tiza, demandándoles «¿fecha de Austerlitz?» muy secamente mientras las miraba muy de cerca, muy seria, enfadada. Me colocaba con su miedo, con la expresión de pánico de sus ojos cuando me veían acercarme, soplándome los dedos blancos de tiza, pararme junto a ellas, pillarlas en blanco, «estás en blanco, no has estudiado nada, mañana te vuelvo a preguntar, mañana no me puedes fallar»; a veces, según mi humor, les soplaba en la cara un leve polvillo de tiza de mis dedos que ellas recibían entre asustadas y divertidas. Me gustaba su miedo porque era un miedo que les daba gusto —aunque no lo sabían—, igual que a mí. Yo lo sabía pero ellas no. Sólo lo sabía Paz Zamanillo y yo sabía que ella seguía mi juego, que me desafiaba, que me aguantaba la mirada y no fallaba nunca y nunca sonreía ni me decía nada, jamás me decía nada, sólo fechas, datos, nombres, siempre exacta, eficaz, hermosa y distante, fría y cada vez más deseable. Y yo sintiendo que ella se sabía deseada por mí.

Voló el tiempo y llegó el calor. Los sentimientos y los deseos eran tan plásticos que me parecía imposible que ellas no los vieran. Sólo los veía Paz. Paz Zamanillo, y yo.

Llegaron las notas de final de curso y yo dije «daré las notas en la sala de profesoras de forma individual» y supe que estaba marcando mi destino. Fue más o menos como lo imaginaba: un derroche de poder y un ejercicio de erotismo únicos. La mayoría sufrió hasta oír su nota, pendiente de mis labios, rogándome acabar cuanto antes aquel sufrimiento. Alguna hubo que, sin poder aguantarlo, rompió a llorar, otras lloraron también, cayendo en mis brazos y yo, magnánima, las consolaba besándoles la frente, mientras les acariciaba subrepticiamente la espalda.

Suspendí a Paz Zamanillo. La suspendí aunque hubiera debido darle un notable. Acudió al cuarto de profesoras con los ojos brillantes y, cuando le entregué su nota, le tembló ostensiblemente la voz al hablarme y me dijo «eres una cerda», apoyada en la puerta. Yo me acerqué despacio, diciéndole otra vez «te he suspendido», desafiándola a repetirlo y lo repitió, lo repitió tres veces hasta que le di un empujón contra la puerta, la empujé fuerte y la besé con rabia, con el deseo y la desesperación fermentada de meses, con tal deseo que le hice daño. Ella también me besó con ira, con rabia, «eres una cerda», me besó con un deseo loco, «eres una cerda», con un deseo de adulta y allí, contra la puerta del cuarto de profesoras primero y enseguida bajo la mesa de la directora, sobre la sucia alfombra, con las ropas a medio quitar, insultándonos y rabiando, Paz Zamanillo y yo follamos furiosas mientras fuera el resto de la clase esperaba, paciente y asustada, la nota final de mi asignatura. Aunque parezca mentira aquella fue mi primera vez —eran otros tiempos— pero, desde luego, no fue la última .


[1] Anónimo, «Educar para la vida», Primeras caricias (recopilación y prólogo de Gimeno, Beatriz), Barcelona, Ediciones La Tempestad, 2008.

1 comentario:

  1. Por lo visto solo escribes una vez al mes deberias ser algo más aplicado al menos por tus seguidores.Saludos

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