El cofre

Antiguamente en estas cajas, con tapa y cerradura, se guardaban las cosas de valor. Si habéis abierto la cerradura de este cofre probablemente no encontréis nada de mucha valía. En él sólo hallareis mis escritos eróticos. Unos ciertos otros inventados. Pero todos creados con el mismo propósito: despertar el deseo y, quizá, la lujuria de nuestros sentidos.







domingo, 15 de abril de 2012

Un europeo en la isla de Shikoku (II parte)

Acabo de darme cuenta que uso un pijama de cuadritos celestes que no es mío y que mi cuerpo huele a jabón, diría que a un jabón de almendras o quizá de avellanas, cuando susurra la puerta de la habitación. El reloj de la pared de enfrente marca las doce del mediodía al entrar una enfermera menuda, de cara circular y pantorrillas abultadas arrastrando un carro con el almuerzo. Primero sirve al abuelo, después, previo respetuoso saludo con la cabeza, coloca sonriente mi comida sobre una mesa auxiliar de ruedas. Pienso que me sería de ayuda recuperar el diccionario de japonés, la guía y mi diario, así que con toda clase de gestos intento averiguar si tienen mis pertenencias. Con mucha atención contempla mis aspavientos, luego interpela al abuelo que come con sus palillos una sopa de fideos a una velocidad prodigiosa y tras una nueva inclinación sale a pasos cortos y trastabillados de la habitación. Al ver que ni siquiera he abierto las fiambreras, el abuelo, en un intento de animarme a comer, se lleva graciosamente los palillos a la boca y dice tabeyou, tabeyou.

Quizá por el dolor, la irritación o por el desánimo quedo adormecido mirando el cielo nublado de tonos grises a través de la ventana. Una suave voz femenina me despierta.
Una enfermera está limpiando con una toalla el cuerpo arrugado del anciano que permanece inmóvil y desnudo a excepción de otra pequeña toalla que le cubre el sexo. Al verme, con una gran sonrisa infantil, el abuelo agita su brazo en forma de saludo. Hasta mi cama llega el aroma del jabón, huele a almendras o quizá a avellanas. Mis ojos siguen la cadencia rítmica de aquella joven, admirando la dulzura de sus movimientos y el cuidado que aplica al vestir al abuelo. Por un momento la joven se gira hacia mí y hace una serena inclinación. Es una joven bellísima. Al irse entreveo los elásticos de su pequeña ropa interior a través de una bata blanca como el azúcar.
Al poco regresa con la cena. Una vez atendido el abuelo avanza con pasos firmes y ligeros hasta mi cama donde yo me agito. Inclina la cabeza muy despacio, me mira con unos profundos ojos negros y ronronea un suave konnichiwa al entregarme el diccionario de japonés, la guía y mi diario. Jamás escuché voz tan dulce. Turbado, tartamudeo un arigato, arigato de marcado acento europeo. En sus labios se perfila una tierna sonrisa mucho más sutil que la que esboza ahora mismo el abuelo. Acerca la mesa auxiliar, coloca la bandeja y al girarse mis ojos descienden sobre la ligera ondulación de sus pequeñas nalgas dibujadas bajo la fina bata. El abuelo, que sin duda se divierte conmigo, me ha descubierto y ahora ríe con la boca abierta enseñando unos pocos dientes largos y amarillentos. Con sus palillos en la mano clama tabeyou, tabeyou. Esta vez sí como y él sonríe complacido.

Reteniendo la imagen de su cuerpecillo delicado, el contorno de sus líneas sutiles, cojo el diario y encuentro lo escrito antes del accidente:
“Siento una atracción poderosa hacia las mujeres de este país, su comportamiento pausado y sumamente complaciente ante cualquier deseo me tienen subyugado. Son cuidadosas con su aspecto, muy coquetas, femeninas, y extremadas en su aseo personal.
Sin haber tenido ocasión de conocer a ninguna presiento que son unas amantes entregadas y dulces. Siento grandes deseos hacia ellas”.
A continuación escribo:
Creo haber comprendido el prestigio y el reconocimiento social que gozaron en su día las geishas. Hoy he tenido la fortuna de ver a una joven que sin duda podría competir con las mejores de la época Meiji. No sé escribir lo bella que es, la impresión que me ha causado, ni la rabia que siento al no poder comunicarme, no poder decirle cuánto desearía rozarla, acariciarla, besarla.

Amanezco con su imagen y dedico la mañana al diccionario y a la guía. Casi no advierto la tirantez de los puntos de la ceja ni tan siquiera la pesada rigidez de la pierna escayolada; estoy de buen humor, tanto que memorizo en voz alta las palabras que aprendo. Inmediatamente el abuelito, al igual que el eco del Valle del Iya, las repite. Ya sé cómo se dice guapa, kawaii. También he descubierto en la guía porqué el doctor decía tanabata para referirse al 7 de julio. Es un día importante, es la festividad de las estrellas, cuya leyenda es triste y hermosa.
Después de la comida y de lo que me parece una eternidad, la puerta susurra y aparece maiko. Desde esta mañana la llamo así pues he leído que significa aprendiz de geisha. El abuelito, pícaro, me mira cuando la ve entrar y consigue que me ruborice.
Se inclina y nos ronronea su konnichiwa estremecedor. Al igual que ayer lleva el pelo recogido bajo la blanca cofia y un flequillo largo le cubre la frente. En pie señala la gasa sucia de mi ceja. Estoy de suerte, toca cura.
Con precaución se inclina sobre la herida y de su blanquísima bata llega el olor entremezclado de almidón y suavizante. Cierro los ojos y aspiro con fuerza y como si escapara de entre los botones de su pechera se esparce tenue el aroma de su piel, una piel que huele a manzanas verdes. El deseo hace que suelte la primera palabra que me viene a la cabeza, que no es otra que kawaii. Entonces se queda mirando con ese candor juvenil oriental y sonríe a la vez que se inclina y susurra un delicado arigato. El abuelo encantado con la escena repite la palabra desde su cama mientras enseña sus pocos dientes largos y amarillentos.


martes, 3 de abril de 2012

Un europeo en la isla de Shikoku (I parte)


Abro los ojos despacio, con esfuerzo, como si se trataran de dos pestillos atrancados. Estoy tumbado en una cama de hospital. Siento la presión de una gruesa gasa sobre mi ceja izquierda y la rigidez del yeso que me cubre desde el tobillo hasta debajo de la rodilla derecha. Sin necesidad de tocarme ubico todas las contusiones que magullan mi cuerpo y junto al dolor llegan las imágenes. Perdí el equilibrio, salí del camino y me precipité con la bicicleta hacia el fondo del barranco del Valle del Iya; rodaba cada vez a mayor velocidad, primero oí el chasquido de la pierna, después el impacto de mi cabeza contra una roca. Debí quedar inconsciente pues no recuerdo más.

En la reluciente habitación del hospital hay tres camas grises alineadas y separadas por varios metros. Cada una con su mesita, su flexo y una gran cortina verde recogida contra la pared. Yo ocupo la primera, próxima a la única ventana, en la segunda hay un viejo japonés de edad incalculable, y la tercera permanece vacía.
Acababa de iniciar la ruta de los 88 templos tanto tiempo planificada cuando me descalabré. ¡Cuatro días, sólo cuatro días desde mi llegada a la isla de Shikoku! Mi deseo de peregrinar en solitario, de conocer la cultura y la gente de este precioso país se estrellaron conmigo en el barranco.
Los ojos me chispean de rabia, los puños se cierran mientras golpeo con fuerza mi cabeza contra la almohada una y otra vez hasta que reparo en el viejo de al lado. Del pequeño pijama a rayas que envuelve un cuerpo consumido por la edad y la enfermedad asoma un rostro arrugado, y bajos sus peladas cejas unos ojos cansados transmiten una placidez infinita. Su mirada bondadosa y serena descubre esa paz interior de quien ha aceptado su destino.
La puerta corredera de la habitación susurra al abrirse, un hombre alto, calvo y con bigote viene hacia mí. Me saluda cortésmente, extrae unas radiografías de un sobre y a la vez que habla como si pudiera entenderlo mueve un dedo sobre lo que imagino es mi tibia; parece complacido con los resultados. A continuación saca un calendario del bolsillo de su bata y señala una fecha varias veces, el 7 de julio. Parece que ese día tendré el alta médica.
¿Me voy el 7 de julio? -ahora soy yo quien habla como si él pudiera entenderme. Tras varios movimientos afirmativos exclama, una y otra vez, sin dejar de marcar la fecha: “tanabata, tanabata”.
¡Dios!, si faltan seis días, ¡seis días! Cuánto más lo repite más impedido me siento, una amarga desazón me invade, me hundo en la cama. El abuelo observa mi rostro apenado y me regala una mirada calma y tranquilizadora.