martes, 3 de abril de 2012
Un europeo en la isla de Shikoku (I parte)
Abro los ojos despacio, con esfuerzo, como si se trataran de dos pestillos atrancados. Estoy tumbado en una cama de hospital. Siento la presión de una gruesa gasa sobre mi ceja izquierda y la rigidez del yeso que me cubre desde el tobillo hasta debajo de la rodilla derecha. Sin necesidad de tocarme ubico todas las contusiones que magullan mi cuerpo y junto al dolor llegan las imágenes. Perdí el equilibrio, salí del camino y me precipité con la bicicleta hacia el fondo del barranco del Valle del Iya; rodaba cada vez a mayor velocidad, primero oí el chasquido de la pierna, después el impacto de mi cabeza contra una roca. Debí quedar inconsciente pues no recuerdo más.
En la reluciente habitación del hospital hay tres camas grises alineadas y separadas por varios metros. Cada una con su mesita, su flexo y una gran cortina verde recogida contra la pared. Yo ocupo la primera, próxima a la única ventana, en la segunda hay un viejo japonés de edad incalculable, y la tercera permanece vacía.
Acababa de iniciar la ruta de los 88 templos tanto tiempo planificada cuando me descalabré. ¡Cuatro días, sólo cuatro días desde mi llegada a la isla de Shikoku! Mi deseo de peregrinar en solitario, de conocer la cultura y la gente de este precioso país se estrellaron conmigo en el barranco.
Los ojos me chispean de rabia, los puños se cierran mientras golpeo con fuerza mi cabeza contra la almohada una y otra vez hasta que reparo en el viejo de al lado. Del pequeño pijama a rayas que envuelve un cuerpo consumido por la edad y la enfermedad asoma un rostro arrugado, y bajos sus peladas cejas unos ojos cansados transmiten una placidez infinita. Su mirada bondadosa y serena descubre esa paz interior de quien ha aceptado su destino.
La puerta corredera de la habitación susurra al abrirse, un hombre alto, calvo y con bigote viene hacia mí. Me saluda cortésmente, extrae unas radiografías de un sobre y a la vez que habla como si pudiera entenderlo mueve un dedo sobre lo que imagino es mi tibia; parece complacido con los resultados. A continuación saca un calendario del bolsillo de su bata y señala una fecha varias veces, el 7 de julio. Parece que ese día tendré el alta médica.
¿Me voy el 7 de julio? -ahora soy yo quien habla como si él pudiera entenderme. Tras varios movimientos afirmativos exclama, una y otra vez, sin dejar de marcar la fecha: “tanabata, tanabata”.
¡Dios!, si faltan seis días, ¡seis días! Cuánto más lo repite más impedido me siento, una amarga desazón me invade, me hundo en la cama. El abuelo observa mi rostro apenado y me regala una mirada calma y tranquilizadora.
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Espero impaciente la segunda parte...
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