El cofre

Antiguamente en estas cajas, con tapa y cerradura, se guardaban las cosas de valor. Si habéis abierto la cerradura de este cofre probablemente no encontréis nada de mucha valía. En él sólo hallareis mis escritos eróticos. Unos ciertos otros inventados. Pero todos creados con el mismo propósito: despertar el deseo y, quizá, la lujuria de nuestros sentidos.







martes, 27 de diciembre de 2011

La venus de las pieles

Hoy he seleccionado un extracto de tan afamada obra para todos los amantes del mundo bdsm pues son muchos los que visitan esta página,  como muchos son los que desconocen la obra de Leopold Von Sacher-Masoch (¿les dice algo este apelido, lo asocian?)
El texto hace referencia a un momento clave en la novela, la firma del contrato de esclavitud y de un anexo algo complicado.


"Anochece. Una linda doncellita me comunica la orden de comparecer ante mi dueña. Subo la escalera de mármol, atravieso la antecámara, el gran salón lleno de suntuosas riquezas, y llamo a la puerta de la alcoba. El lujo que veo dondequiera me inquieta, haciéndome llamar con timidez. Me pregunto qué actitud guardaré en la alcoba de la gran Catalina, y cómo se me aparecería ahora con su verde pelliza, el cordón rojo sobre la garganta desnuda y sus buclecitos empolvados.


Vuelvo a llamar. Wanda abre, impaciente y violenta.

—¿Por qué has tardado?

—Estaba detrás de la puerta; sin duda no me oíste llamar —respondí con timidez.

Cierra la puerta, viene hacia mí y me conduce al sofá de damasco rojo en que reposaba. Todo es rojo, todo de damasco. El edredón representa un asunto —Sansón y Dalila— soberbiamente trabajado.
Wanda me recibe en el más fascinador deshabillé. Su traje de seda blanca modela ligera y artísticamente su cuerpo gracioso, dejando al descubierto la garganta y los brazos, delicados y llenos de abandono, rodeados de las sombrías pieles de la gran pelliza de terciopelo verde guarnecida de cebellina. Su cabellera de fuego, medio deshecha y sostenida por nudos de perlas negras, cae hasta sus caderas.

—Venus de las pieles —balbuceé, en tanto que me atrae a su garganta, casi ahogándome a besos. Después quedo mudo y privado de pensamiento, sumergido en un mar de delicias no soñadas.

Al fin Wanda se desprende y me mira, apoyada sobre su brazo. Caí a sus pies; ella me atrajo a sí y comenzó a jugar con mi pelo.

—¿Me amas aún? —me dijo con los ojos embriagados.

—¡Tú lo preguntas!

—¿Recuerdas aún tu juramento? —añadió con una encantadora sonrisa—. Todo está ya arreglado, todo dispuesto. Vuelvo a preguntarte otra vez: ¿De veras quieres ser mi esclavo?

—¿No lo soy ya? —repliqué asombrado.

—No has firmado aún el contrato.

—¡El contrato! ¿Qué contrato?

—¿Lo ves? ¡Ya no te acuerdas! Dejémoslo, pues.

—Pero, Wanda, bien sabes tú que yo no conozco mayor delicia que servirte, ser tu esclavo, y que todo lo daría por esa voluptuosidad, incluso mi vida.

—¡Cuan hermoso estás cuando te exaltas, cuando hablas con tanto fuego! ¡Ah! Cada vez estoy más perdida por ti, y seré dura, imperiosa y cruel contigo. Pero temo no poder serlo.

—Eso no me inquieta —dije riendo— ¿Dónde está el documento?

—Aquí —dijo confusa, y le sacó del pecho para dármelo—. En él está tu felicidad; quedas completamente a mi disposición, porque, además, tengo redactado otro documento en que declaras tu intención de matarte. Puedo matarte, si me parece.

—Trae.

Mientras yo desplegaba el documento y leía, Wanda tomó tintero y pluma, se sentó luego a mi lado, pasó el brazo alrededor de mi cuello y miró el papel por detrás de mí.

El documento decía así:

CONTRATO ENTRE LA SEÑORA WANDA DE DUNAIEW
Y EL SEÑOR SEVERINO DE KUSIEMSKI

«El señor Severino de Kusiemski quiere, desde el día de hoy, ser el prometido de la señora Wanda de Dunaiew, renunciando a todos sus derechos de amante y obligándose, bajo palabra de honor y caballero, a ser su esclavo, en tanto que ella no le conceda libertad. Como esclavo de la señora Dunaiew, tomará el nombre de Gregorio, y se compromete a satisfacer sin reservas todos los deseos de la susodicha señora, su dueña, obedeciendo todas sus órdenes, siéndole humildemente sumiso,considerando cualquier merced que reciba como una gracia extraordinaria.

La señora Dunaiew, no sólo adquiere el derecho de golpear a su esclavo por las faltas que cometa, sino también el de maltratarle por capricho o por pasatiempo, incluso hasta matarle, si le place. Queda, en suma, en su propiedad absoluta.

Si la señora Dunaiew concede libertad a su esclavo, el señor Severino de Kusiemski se compromete a olvidar todo lo que, como esclavo, haya podido sufrir, y a no vengarse jamás, en ninguna manera por ningún medio y bajo ninguna especie de consideración, ni a ejercitar acción alguna contra aquélla.
Por su parte, la señora Dunaiew se obliga a comparecer vestida de pieles con la mayor frecuencia ante su esclavo, incluso cuando se muestre cruel para con él.

Hecho hoy...»

El segundo documento sólo contenía estas palabras:
«Cansado de las decepciones de un año de existencia, pongo fin libremente a mi vida inútil.»

Un profundo horror me invadió al leerle. Todavía era tiempo, podía volverme atrás; pero la demencia de la pasión, la vista de la hermosa que, ebria de alegría, se apoya en mi hombro, me arrastraban.
 —Tienes que copiar éste —dijo Wanda, señalando el segundo documento—, que debe ir escrito enteramente de tu puño y letra. El contrato no hace falta.

Copié a escape las palabras en que proclamaba mi suicidio, y di el papel a Wanda.
Lo leyó, y riendo, lo puso sobre la mesa.

—Ahora, ¿tendrás valor para firmar éste? —preguntó, sacudiendo la cabeza, con una sonrisa fina.
Tomé la pluma.

—Déjame firmar antes —dijo Wanda—. Te tiembla la mano. ¿Temes?

Ella tomó el contrato y la pluma, y yo levanté los ojos, en lucha conmigo mismo, cuando mis miradas cayeron sobre numerosas pinturas de las escuelas italiana y holandesa, cuyo extraño carácter se relacionaba con el asunto del edredón, que tenía para mí un aspecto inquietante. Dalila, una buena moza de cabellera de fuego, medio cubierta por un manto de pieles oscuras, estaba tendida sobre un diván rojo, inclinándose riente hacia Sansón, derribado y maniatado por los filisteos. Su burlona coquetería, su sonrisa, tiene una crueldad verdaderamente infernal; sus ojos entornados se dirigen a los de Sansón, que lanzan una última mirada de amor llena de clemencia, porque ya uno de los enemigos se arrodilla sobre su pecho, dispuesto a cegarle con el hierro ardiente".

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