miércoles, 26 de mayo de 2010
En preparación
Ya sé que hace tiempo que no he puesto ningún relato nuevo. Es que he empezado uno y aun está en fase de gestación. Aunque agradecería que si alguien tiene un especial interés o una particular fantasía respecto a alguna situación en concreto y le gustaría que hiciera un relato sobre ella, puede mandármela e intentaré crear una historia. A ver que sale. Mientras espero seguiré trabajando en el nuevo. Saludos.
miércoles, 19 de mayo de 2010
La madre y la hija (III parte)
Os dejo el final del relato. Como suelo decir...feliz lectura.
A mi madre le encantaba dejarse tocar delante de mí como parte del propio juego de la exhibición. Yo envidiaba su atrevimiento y me excitaba muchísimo ver como se dejaba hacer por manos desconocidas, torpes e impacientes. Una vez dos obreros regresaban del trabajo junto a nosotras en el bus con su olor a cemento, aceite, polvo, a desencanto. Extasiados por la visión que ofrecíamos, el más viejo de ellos introdujo su mano grande y sucia debajo del vestido de mi madre. El otro hombre y yo seguíamos con la mirada el recorrido de esa mano oculta bajo la tela, ahora sobre las curvadas ancas ahora entre los muslos; encorajinado intentó lo mismo conmigo. Yo al sentir el tacto de esa piel ajena, callosa, me aparté.
Creo que el compartimento huele a mi flujo, tan abundante y espeso es. Mientras pienso que debo calmarme, el hombre con una tranquilidad pasmosa se desabrocha los botones de la bragueta del pantalón y mirándome saca un miembro oscuro, muy largo y fino.
Lo tiene en la mano y se lo acaricia despacio. Es la primera vez que me ocurre algo parecido, no sé que hacer. Lo observo. Me pregunto qué haría mi madre en esta situación.
La corredera de cristal del compartimento se abre con un ruido de rail y entra una mujer con cuatro niños alrededor. El hombre sin esconder su miembro lo cubre con el periódico. La mujer me mira para preguntar algo y se fija en mis pezones descarados, altivos, desciende su mirada hacia mis piernas abiertas y luego hacia el periódico que oculta el miembro del hombre.
“Perdón” dice y empujando a los niños les indica que no se paren, que no caben. Tan pronto como cierra la corredera el hombre levanta el periódico y su miembro me apunta acusadoramente. Tengo miedo y no sé que hacer, así que decido emprender la huida. Me levanto y me inclino para coger la americana permitiendo que vea por última vez mi braga empapada. Una mano caliente, febril se introduce debajo de mi falda y palpa mi sexo cubierto. Intento cerrar las piernas, estoy asustada. Hace fuerza, ahora con dos manos sobre mis muslos, impidiendo que los cierre. Tiene más fuerza que yo voluntad, y mis muslos vuelven a quedar abiertos. Un dedo ha eludido las bragas y ha entrado en mí. No hago nada. Quiero huir pero no puedo. Suspiro. Dos dedos. Suspiro. Me corro con los dedos dentro. Aun siento los espasmos cuando soy arrastrada hacia atrás y sin saber cómo estoy sentada sobre él. Siento la dureza de ese miembro delgado en lo más profundo de mi cuerpo. No quiero mirar. No quiero irme. Quiero que mi madre estuviera para verme. Pienso en ella y empiezo a moverme. Sus manos cogen mis pechos y se aferran a mis pezones que parecen percheros. Sólo unos segundos y vuelvo a correrme de nuevo pero no me levanto. Sigo. Ahora puedo oírlo a él. Explota y su líquido desciende por su miembro. Me incorporo de un salto y sin girarme salgo del compartimento. Recorro el pasillo y abro la ventanilla, saco la cabeza fuera. El aire del verano golpea en la sonrisa de mi cara, el altavoz anuncia la llegada a la estación y allí, en el andén, encontraré a mi madre esperando para irnos juntas a meternos desnudas en la piscina de plástico hinchable que ha instalado en su jardín no muy lejos de los balcones de los vecinos.
miércoles, 12 de mayo de 2010
La madre y la hija (II parte)
Hoy no puedo empezar de otra forma que no sea agradeciendo vuestros comentarios. Gracias por dejar por escrito vuestras opiniones, de verdad...gracias.
Creo que la mejor manera de agradeceroslo es poner la segunda parte de este nuevo relato. Espero que las letras y la imaginación os consigan transportar a la escena. Feliz lectura.
Recuerdo la primera vez que lo vi. Fue en un autobús abarrotado, nosotras estábamos en el pasillo pues no había sitio para sentarse. En ciertos momentos con el traqueteo los que estábamos en el pasillo nos balanceábamos e incluso nos desplazábamos hacia delante o atrás. Con uno de esos vaivenes un hombre quedó pegado al vestido de mi madre, con la entrepierna ajustada entre sus nalgas mientras ella permanecía de pie ignorándolo como si nada ocurriera. Casi a la atura de mis ojos pude ver el pantalón del hombre abultarse más y más mientras no cesaba de presionar con su cuerpo. Entonces mi madre me cogió por los hombros y me giró hacia delante, apartando mi mirada del pantalón. Yo no podía verlo pero a través de sus brazos podía sentir como ella se movía. Cuánto deseé mirarla pero aun no me dejaba.
Abro más las piernas, el señor se está acalorando y yo derritiendo. Disfruto de la viscosidad que siento en la tela, en el vello, en toda la vagina. La señora de mi izquierda ha perdido el interés por el crucigrama y observa el desasosiego que domina al hombre. Una de las lianas se ha desprendido y cuelga sobre su frente. Deseo quitarme la chaqueta para que también pueda mirar mis pechos. Esperaré, que aguante un poco más.
A los diecisiete ya había terminado de crecer. Mis pechos eran grandes pero insuficientes comparados con los de mi madre; sin embargo, ya tenía un monte como el suyo. La misma mata abundante, rizada y muy negra que lucía orgullosa en las tardes de verano desde la piscina de plástico ante algún vecino. Pensé que ya estaba en condiciones de ser deseada con la misma intensidad que ella. Cuando salíamos de casa para pasear y teníamos que coger el autobús, el tren o un taxi yo siempre elegía alguna camiseta ceñida, ajustadita y me la ponía sin sujetador para destacar mis adolescentes y rígidos pechos. Mi madre, por el contrario, siempre se ponía sujetador y camisa desabrochada para formar un opulento escote. Creo que se ponía los sujetadores más pequeños que tenía pues sus pechos parecían el doble de grandes de lo que ya eran y sobresalían por encima de la camisa imponentes, juntos y redondos. Una vez entre la multitud poquísimos eran los hombres que se fijaban en los míos.
La señora vestida de negro se ha bajado en una parada no sin antes dejar una mirada de recriminación en el pequeño compartimento que ahora ocupamos sólo el hombre y yo. Es mayor, tiene cara de cansado y de infelicidad. Sus ojos brillan como bolas de cristal y evidencian la lejanía de un deseo similar. Me agrada, así que me quito la chaqueta y mis pezones aparecen como dos confites de chocolate bajo la camiseta. Él sonríe sin malicia. Yo dejo la chaqueta sobre el asiento y abro de nuevo las piernas, esta vez temerosa. Ahora estamos solos y el hombre podría tomar alguna iniciativa. Quizá piense que quiero que me toque, no, eso no, tú mira, excítate y excítame, sólo eso.
Creo que la mejor manera de agradeceroslo es poner la segunda parte de este nuevo relato. Espero que las letras y la imaginación os consigan transportar a la escena. Feliz lectura.
Recuerdo la primera vez que lo vi. Fue en un autobús abarrotado, nosotras estábamos en el pasillo pues no había sitio para sentarse. En ciertos momentos con el traqueteo los que estábamos en el pasillo nos balanceábamos e incluso nos desplazábamos hacia delante o atrás. Con uno de esos vaivenes un hombre quedó pegado al vestido de mi madre, con la entrepierna ajustada entre sus nalgas mientras ella permanecía de pie ignorándolo como si nada ocurriera. Casi a la atura de mis ojos pude ver el pantalón del hombre abultarse más y más mientras no cesaba de presionar con su cuerpo. Entonces mi madre me cogió por los hombros y me giró hacia delante, apartando mi mirada del pantalón. Yo no podía verlo pero a través de sus brazos podía sentir como ella se movía. Cuánto deseé mirarla pero aun no me dejaba.
Abro más las piernas, el señor se está acalorando y yo derritiendo. Disfruto de la viscosidad que siento en la tela, en el vello, en toda la vagina. La señora de mi izquierda ha perdido el interés por el crucigrama y observa el desasosiego que domina al hombre. Una de las lianas se ha desprendido y cuelga sobre su frente. Deseo quitarme la chaqueta para que también pueda mirar mis pechos. Esperaré, que aguante un poco más.
A los diecisiete ya había terminado de crecer. Mis pechos eran grandes pero insuficientes comparados con los de mi madre; sin embargo, ya tenía un monte como el suyo. La misma mata abundante, rizada y muy negra que lucía orgullosa en las tardes de verano desde la piscina de plástico ante algún vecino. Pensé que ya estaba en condiciones de ser deseada con la misma intensidad que ella. Cuando salíamos de casa para pasear y teníamos que coger el autobús, el tren o un taxi yo siempre elegía alguna camiseta ceñida, ajustadita y me la ponía sin sujetador para destacar mis adolescentes y rígidos pechos. Mi madre, por el contrario, siempre se ponía sujetador y camisa desabrochada para formar un opulento escote. Creo que se ponía los sujetadores más pequeños que tenía pues sus pechos parecían el doble de grandes de lo que ya eran y sobresalían por encima de la camisa imponentes, juntos y redondos. Una vez entre la multitud poquísimos eran los hombres que se fijaban en los míos.
La señora vestida de negro se ha bajado en una parada no sin antes dejar una mirada de recriminación en el pequeño compartimento que ahora ocupamos sólo el hombre y yo. Es mayor, tiene cara de cansado y de infelicidad. Sus ojos brillan como bolas de cristal y evidencian la lejanía de un deseo similar. Me agrada, así que me quito la chaqueta y mis pezones aparecen como dos confites de chocolate bajo la camiseta. Él sonríe sin malicia. Yo dejo la chaqueta sobre el asiento y abro de nuevo las piernas, esta vez temerosa. Ahora estamos solos y el hombre podría tomar alguna iniciativa. Quizá piense que quiero que me toque, no, eso no, tú mira, excítate y excítame, sólo eso.
viernes, 7 de mayo de 2010
La madre y la hija (I parte)
Al crear el blog no imaginé que sería tan difícil conseguir que fuera visitado y en consecuencia, leído. Se agotan los textos que tenía preparados sin conseguir aumentar ni las visitas ni las opiniones, lo que me induce a pensar que no despierta el interés que creí podía tener. En estos momentos de dudas respecto a si continuar o no con el blog, cuelgo la primera parte de un nuevo relato. Y te lo dedico a tí, lectora anónima, por estar desde el principio y, sobre todo, por haber dejado tus comentarios en cada uno de mis textos. Gracias.
Como cada viernes voy camino de Salou a visitar a mi madre en el viejo tren de cuatro vagones. Recuerdo que fue durante mi último curso en la facultad cuando se marchó para vivir con aquel hombre y desde entonces, hace ya dos años, no he dejado de visitarla ninguna semana. Cada vagón tiene varios compartimentos en forma de pequeñas cajas de cerillas con rígidos bancos de piel cuarteada a ambos lados. Hoy, en el trayecto, sentada a mi izquierda hay una señora vestida de negro con una bolsa de mimbre sujeta entre las piernas haciendo crucigramas, y, justo frente a mí, uno de esos señores que intentan camuflar su calvicie lanzando larguísimos pelos a modo de lianas de un lado hacia el otro. Ya hace varios minutos que ese hombre, oculto detrás de un periódico, no consigue desviar la mirada de mis bragas de algodón. Las mira porque yo se las enseño. Quiero que las mire. Las piernas están abiertas y los muslos descubiertos, sin medias, fugados de la corta falda de cuadros escoceses.
Mis amigas no comparten mis gustos, creo que aun no lo entienden. El exhibicionismo es el acto más egoísta que existe. Yo intento explicárselo con una fórmula casi matemática: exhibición por deseo despertado es igual a placer recibido. Mi madre sí lo tenía claro, es más, era una experta en la aplicación de la fórmula.
Vivíamos los tres en los bajos de un desconchado edificio de una zona obrera. Mi padre nunca tuvo mucho interés en ninguna de nosotras, su único interés eran las cartas y, sobretodo, el vino o cualquier otro alcohol; no andaba nunca por casa y si por alguna casualidad lo necesitábamos íbamos a buscarlo a la bodega de la esquina. Cada año a principios de verano mi madre instalaba la piscina de plástico hinchable en el pequeño patio interior de baldosas resecas. Yo adoraba las tardes porque era entonces cuando mi madre me metía desnuda en el agua y allí me dejaba. Durante todo el tiempo que estaba en remojo nunca había vecinos mirando; más tarde llegaba ella y me preguntaba si estaba fresca el agua mientras se iba despojando de toda su ropa hasta sentarse a mi lado. Jugábamos y gritábamos allí metidas y a los minutos aparecían los vecinos detrás de las ventanas. Y hasta que mi madre no salía de la piscina ellos no se iban. Yo también la miraba y deseaba tener toda esa mata negra entre las piernas, la quería tener igual que la suya, abundante y muy negra, rizada, y también quería sus tetas, gordas, muy gordas con unos pezones como mi meñique cuando estaban duros que era muy a menudo.
El hombre ya no evita mirar mis bragas blancas, ahora transparentes por la humedad, seguro. Fíjate bien y verás mis labios hinchados pegados a la tela, fíjate, así. Me da igual lo que piense, lo único que quiero es que no deje de mirarme, que se excite, que me desee, que quiera tocar pero no se atreva.
Como cada viernes voy camino de Salou a visitar a mi madre en el viejo tren de cuatro vagones. Recuerdo que fue durante mi último curso en la facultad cuando se marchó para vivir con aquel hombre y desde entonces, hace ya dos años, no he dejado de visitarla ninguna semana. Cada vagón tiene varios compartimentos en forma de pequeñas cajas de cerillas con rígidos bancos de piel cuarteada a ambos lados. Hoy, en el trayecto, sentada a mi izquierda hay una señora vestida de negro con una bolsa de mimbre sujeta entre las piernas haciendo crucigramas, y, justo frente a mí, uno de esos señores que intentan camuflar su calvicie lanzando larguísimos pelos a modo de lianas de un lado hacia el otro. Ya hace varios minutos que ese hombre, oculto detrás de un periódico, no consigue desviar la mirada de mis bragas de algodón. Las mira porque yo se las enseño. Quiero que las mire. Las piernas están abiertas y los muslos descubiertos, sin medias, fugados de la corta falda de cuadros escoceses.
Mis amigas no comparten mis gustos, creo que aun no lo entienden. El exhibicionismo es el acto más egoísta que existe. Yo intento explicárselo con una fórmula casi matemática: exhibición por deseo despertado es igual a placer recibido. Mi madre sí lo tenía claro, es más, era una experta en la aplicación de la fórmula.
Vivíamos los tres en los bajos de un desconchado edificio de una zona obrera. Mi padre nunca tuvo mucho interés en ninguna de nosotras, su único interés eran las cartas y, sobretodo, el vino o cualquier otro alcohol; no andaba nunca por casa y si por alguna casualidad lo necesitábamos íbamos a buscarlo a la bodega de la esquina. Cada año a principios de verano mi madre instalaba la piscina de plástico hinchable en el pequeño patio interior de baldosas resecas. Yo adoraba las tardes porque era entonces cuando mi madre me metía desnuda en el agua y allí me dejaba. Durante todo el tiempo que estaba en remojo nunca había vecinos mirando; más tarde llegaba ella y me preguntaba si estaba fresca el agua mientras se iba despojando de toda su ropa hasta sentarse a mi lado. Jugábamos y gritábamos allí metidas y a los minutos aparecían los vecinos detrás de las ventanas. Y hasta que mi madre no salía de la piscina ellos no se iban. Yo también la miraba y deseaba tener toda esa mata negra entre las piernas, la quería tener igual que la suya, abundante y muy negra, rizada, y también quería sus tetas, gordas, muy gordas con unos pezones como mi meñique cuando estaban duros que era muy a menudo.
El hombre ya no evita mirar mis bragas blancas, ahora transparentes por la humedad, seguro. Fíjate bien y verás mis labios hinchados pegados a la tela, fíjate, así. Me da igual lo que piense, lo único que quiero es que no deje de mirarme, que se excite, que me desee, que quiera tocar pero no se atreva.
lunes, 3 de mayo de 2010
La joven condesa Florentine (IV parte)
Tras varios días de espera llega, al fin, la última parte. Como siempre deseo que el final os agrade y que hayáis disfrutado leyendo el relato. Un abrazo
A la mañana siguiente la joven condesa informó a la rolliza criada asignada al cuidado de las heridas de Pierre que la madre de su esposo había requerido de sus servicios y que debía partir inmediatamente hacia la mansión de París hasta nueva orden. Luego se tumbó sobre la cama con la abundante caballera negra sin recoger y esperó.
Con las primeras sombras de la noche los tacones de las botas de montar de la joven condesa sonaban en el silencio de las caballerizas como los cascos de las yeguas en el corral de los sementales. Al fondo, en la última cuadra, quemaba el farol y sobre el heno fresco yacía Pierre con su vendaje. Al verla su rostro adquirió la rigidez de una fusta. La joven condesa observó aquel rostro redondo y tostado y con un susurro cálido exclamó: “No te muevas. He venido a limpiar tu herida”. El olor de las caballerizas lo inundaba todo. La joven condesa se agachó, acarició la venda y deshizo el vendaje. La herida no estaba cerrada y olía a yodo. Apoyó los dedos sobre ella y apretó. Pierre no gimió. Presionó de nuevo donde las puntadas estaban más abiertas. Pierre apretaba las mandíbulas sin proferir ningún quejido. Anegada por su hombría Florentine cogió el garfio de hierro y deslizó su punta afilada por sus pechos que latían convulsos por encima del corsé. Luego lo enganchó con habilidad entre los cordones que cerraban la prenda. “Rómpelos. Libérame de los cordones”. Pierre dudó, escrutó los ojos brillantes de la joven condesa y escuchó sus jadeos impacientes, y arrodillado frente a ella tiró con fuerza hacia abajo. Los cordones no cedieron. Con el esfuerzo la herida se amorató y empezó a supurar. Florentine arrastró la lengua por la cicatriz y lamió la piel, la carne y la sangre. Un chasquido resonó, los cordones cedieron y los pechos aparecieron con sus pezones en punta y su areola arrugada. Florentine introdujo sin miedo la punta de hierro en el interior de su boca y la succionó mientras miraba a Pierre. De repente se levantó zafándose del largo vestido y se quedó desnuda a excepción de las medias y las botas de montar. Una yegua relincho. En esa posición apoyó la curva del garfio en el hueco de su vagina, empujó el metal y sintió como parte del acero entraba en ella frío y rígido provocando la llegada de orgasmo. Florentine inspiró varias veces seguidas y el olor de sudor seca, de paja, de estiércol y también de cuero la abrasó. Con su bota de montar inclinó el cuerpo de Pierre. Una vez tumbado sobre el forraje se encorvó sobre él y sacó su polla larga y gruesa como una mazorca de maíz. La sentía palpitar entre sus manos y sus venas parecían ríos azules dibujados en un mapa. También extrajo sus testículos y los apretó en su puño mientras introducía la polla en su boca. La saliva resbalaba por las comisuras al no poder cerrar los labios y manchaban el rizado vello de los testículos. Sabía como un fruto exótico excesivamente maduro, dulzón y empalagoso. Llegaron los primeros espasmos de Pierre y su glande se agrandó y un tibio y viscoso líquido le llenó la boca. Sin dejar de chupar lo tragó todo. Ya no quedaba nada que tragar pero Florentine siguió lamiendo y chupando. Pierre se agitaba sobre el heno y jadeaba igual que después de un gran esfuerzo. Florentine mordió el tronco de la polla y le clavó los dientes hasta que adquirió la misma consistencia de hacía unos minutos. Agarrándola con una mano se sentó sobre ella. Su carne cedió ante el empuje y sus labios la envolvieron con firmeza. Florentine empezó a cabalgar, su grupa subía y bajaba a un ritmo frenético. Nunca había sentido nada tan ardiente ni tan grande en su interior y jamás tan adentro. Golpeaba con todas sus fuerzas sus nalgas contra él, sintiendo el calor y la contracción de sus músculos. Gritó y metió la cabeza entre el heno y así recibió de nuevo el líquido caliente de Pierre que la quemaba por dentro. Tras unos segundos tumbada se incorporó y se quitó las briznas de heno pegadas a la cara y en los pechos. Pierre aún no había dicho nada, sudaba recostado con la herida abierta.
La joven condesa miró su rostro redondo y tostado como un pan de cebada, recogió el vestido, se giró y salió de las caballerizas.
A la mañana siguiente la joven condesa informó a la rolliza criada asignada al cuidado de las heridas de Pierre que la madre de su esposo había requerido de sus servicios y que debía partir inmediatamente hacia la mansión de París hasta nueva orden. Luego se tumbó sobre la cama con la abundante caballera negra sin recoger y esperó.
Con las primeras sombras de la noche los tacones de las botas de montar de la joven condesa sonaban en el silencio de las caballerizas como los cascos de las yeguas en el corral de los sementales. Al fondo, en la última cuadra, quemaba el farol y sobre el heno fresco yacía Pierre con su vendaje. Al verla su rostro adquirió la rigidez de una fusta. La joven condesa observó aquel rostro redondo y tostado y con un susurro cálido exclamó: “No te muevas. He venido a limpiar tu herida”. El olor de las caballerizas lo inundaba todo. La joven condesa se agachó, acarició la venda y deshizo el vendaje. La herida no estaba cerrada y olía a yodo. Apoyó los dedos sobre ella y apretó. Pierre no gimió. Presionó de nuevo donde las puntadas estaban más abiertas. Pierre apretaba las mandíbulas sin proferir ningún quejido. Anegada por su hombría Florentine cogió el garfio de hierro y deslizó su punta afilada por sus pechos que latían convulsos por encima del corsé. Luego lo enganchó con habilidad entre los cordones que cerraban la prenda. “Rómpelos. Libérame de los cordones”. Pierre dudó, escrutó los ojos brillantes de la joven condesa y escuchó sus jadeos impacientes, y arrodillado frente a ella tiró con fuerza hacia abajo. Los cordones no cedieron. Con el esfuerzo la herida se amorató y empezó a supurar. Florentine arrastró la lengua por la cicatriz y lamió la piel, la carne y la sangre. Un chasquido resonó, los cordones cedieron y los pechos aparecieron con sus pezones en punta y su areola arrugada. Florentine introdujo sin miedo la punta de hierro en el interior de su boca y la succionó mientras miraba a Pierre. De repente se levantó zafándose del largo vestido y se quedó desnuda a excepción de las medias y las botas de montar. Una yegua relincho. En esa posición apoyó la curva del garfio en el hueco de su vagina, empujó el metal y sintió como parte del acero entraba en ella frío y rígido provocando la llegada de orgasmo. Florentine inspiró varias veces seguidas y el olor de sudor seca, de paja, de estiércol y también de cuero la abrasó. Con su bota de montar inclinó el cuerpo de Pierre. Una vez tumbado sobre el forraje se encorvó sobre él y sacó su polla larga y gruesa como una mazorca de maíz. La sentía palpitar entre sus manos y sus venas parecían ríos azules dibujados en un mapa. También extrajo sus testículos y los apretó en su puño mientras introducía la polla en su boca. La saliva resbalaba por las comisuras al no poder cerrar los labios y manchaban el rizado vello de los testículos. Sabía como un fruto exótico excesivamente maduro, dulzón y empalagoso. Llegaron los primeros espasmos de Pierre y su glande se agrandó y un tibio y viscoso líquido le llenó la boca. Sin dejar de chupar lo tragó todo. Ya no quedaba nada que tragar pero Florentine siguió lamiendo y chupando. Pierre se agitaba sobre el heno y jadeaba igual que después de un gran esfuerzo. Florentine mordió el tronco de la polla y le clavó los dientes hasta que adquirió la misma consistencia de hacía unos minutos. Agarrándola con una mano se sentó sobre ella. Su carne cedió ante el empuje y sus labios la envolvieron con firmeza. Florentine empezó a cabalgar, su grupa subía y bajaba a un ritmo frenético. Nunca había sentido nada tan ardiente ni tan grande en su interior y jamás tan adentro. Golpeaba con todas sus fuerzas sus nalgas contra él, sintiendo el calor y la contracción de sus músculos. Gritó y metió la cabeza entre el heno y así recibió de nuevo el líquido caliente de Pierre que la quemaba por dentro. Tras unos segundos tumbada se incorporó y se quitó las briznas de heno pegadas a la cara y en los pechos. Pierre aún no había dicho nada, sudaba recostado con la herida abierta.
La joven condesa miró su rostro redondo y tostado como un pan de cebada, recogió el vestido, se giró y salió de las caballerizas.
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