Aquí está la tercera y penúltima parte del relato. En unos días tendréis el desenlace final. Saludos.
Cuando entró en las caballerizas los mozos de cuadra formaban un corro que se deshizo ante su presencia y apareció Pierre sentado, sin la casaca, en un taburete. Vestía una camisa blanca con botonadura dorada y de la boca de su manga izquierda sobresalía, en vez de la mano, un reluciente gancho de hierro. Inmediatamente Pierre se puso en pie y preguntó con su poderosa voz:
--¿Qué caballo desea la condesa que le ensille?
Ante unos segundos de duda la juvenil voz de la condesa respondió:
--Un potro joven.
Mientras un criado sujetaba al potro por la brida, Pierre le puso una preciosa mantilla con el blasón de la condesa sobre los lomos negros y poderosos; después, agarró la silla por el arzón y con el brazo derecho la colocó con esfuerzo sobre la bestia, jadeó, apretó los dientes, observó con desprecio la mancha roja que empezaba a extenderse a la altura del hombro izquierdo y empezó a apretar las cinchas a una mano con sorprendente rapidez y habilidad.
--Estás sangrando –advirtió con su cálida voz.
--No es importante condesa, las heridas pronto cicatrizarán.
--Quítate la camisa y deja que las vea.
Pierre obedeció y descubrió un prieto vendaje que cubría gran parte del amplio torso. La joven condesa se acercó y quitó el vendaje ensuciándose sus manos con la sangre y con una segregación maloliente de un color parecido al de la miel. Un tajo largo y profundo cruzaba el hombro y parte del pecho.
--¿Un sable? –preguntó recorriendo con los dedos la herida abierta.
El tacto pastoso de la sangre caliente que brotaba entre las puntadas de hilo, los latidos acelerados del corazón de Pierre y el calor de su piel velluda asfixiaban a la joven condesa provocando una pegajosa humedad entre sus labios.
--Estas heridas necesitan limpiarse y cambiarles el vendaje. Te mandaré una criada para que te haga una cura diaria –y diciendo esto la joven condesa montó, azuzó al potro y salió galopando de las cuadras hasta alcanzar los prados.
Florentine descabalgó de un salto y rodó sobre la hierba quedando boca arriba. Se levantó el vestido por encima del ombligo y con la mano manchada de sangre de Pierre se frotó los labios hasta inflarlos como nunca antes. Adquirieron el tamaño de dos gajos de mandarina, y al pincharlos con sus uñas derramaron todo su jugo en el interior de sus muslos.
Anochecía cuando la joven condesa paseaba cerca de las caballerizas y creyó oír un quejido. Escuchó. Risas apagadas y una voz femenina llegaban del interior. Avanzó por el pasillo central hacia la luz que surgía de la última cuadra. Una linterna pendida de un clavo alumbraba a la rolliza criada asignada al cuidado de las heridas de Pierre. La joven condesa se ocultó entre los múltiples arreos de los caballos y el olor de la piel, el cuero, la grasa empezó a impregnarla. La criada estaba tumbada sobre el heno, con su gorro desplazado, resollando mientras tiraba de unos pezones gordos y largos como cacahuetes. Mantenía puesta la falda y del interior de sus enaguas sobresalía el cuerpo desnudo de Pierre. Podía ver sus nalgas endurecidas y sus testículos formando una bolsa compacta, colgante y llena como la de los potros. Un brillo metálico centró su atención. Era el gancho, deliciosamente curvado, puntiagudo como sus espuelas, salvaje. La joven condesa apoyó la espalda contra la fría piedra de la pared, húmeda, temblorosa hasta que con el estallido de la criada huyó buscando la intimidad de sus aposentos.
martes, 27 de abril de 2010
viernes, 23 de abril de 2010
La joven condesa Florentine (II parte)
Hoy, día de Sant Jordi pongo la segunda parte del relato. Y avanzo que con toda seguridad habrá, al menos, dos entregas más. Espero que los intervalos de tiempo entre capítulo y capítulo os permitan seguir con facilidad la historia del relato. Feliz día del libro y sensual lectura.
A las pocas semanas de su matrimonio estalló la guerra contra Prusia y el capitán de dragones marchó al frente. En su ausencia la joven condesa se acostumbró a desayunar con la larga melena suelta en sus aposentos junto a un gran ventanal orientado hacia las caballerizas. A través del cristal llegaban los relinchos, el ruido metálico del martillo al golpear las herraduras, y la profunda y atronadora voz del encargado ordenando a los mozos de cuadra. Mientras trenzaba su abundante cabello observaba con deleite los cepillos de rígidas púas desenmarañar las crines de las bestias, como frotaban sus costados con fuerza y restregaban con las esponjas empapadas sus cuartos traseros. Al verlo la joven condesa inconscientemente levantaba los suyos esperando que también la frotaran, la lavaran o la montaran. Una vez compuesto el moño con las trenzas se desprendía de la camisa de dormir y desnuda, acariciándose los labios hinchados y humedecidos ante el brío de los potros y, sobre todo, por la visión de los sementales, elegía un vestido de montar ligero y sin ropa interior se dirigía a las cuadras. En el pasillo central de las caballerizas, delante de las puertas de los establos, esperaba Pierre, el criado encargado de las cuadras. La joven condesa ignoraba su edad – aunque no era mayor de veintitrés—pero reconocía con claridad ese picor íntimo ante la robustez de sus piernas arqueadas y la abundancia de su vello salvaje y la quemazón al acercarse a él pues olía como los potros jóvenes. Una mezcla de sudor seca, de paja, de estiércol y también de cuero. Sin embargo, odiaba su rostro redondo y tostado como un pan de cebada porque le recordaba su origen campesino.
Sólo Pierre podía guarnecer el caballo que la joven condesa elegía montar y mientras lo hacía ella, a su lado, inhalaba ese aroma intenso que la turbaba. La joven condesa, antes de montar, siempre recorría con sus dedos la piel de la silla para comprobar que estaba correctamente engrasada; luego Pierre la izaba y ella salía trotando hasta llegar a los prados más alejados de la propiedad. Entonces Florentine paraba el caballo, se subía el vestido y se sentaba a horcajadas sobre la silla a la manera de los hombres, y al primer contacto de su sexo sobre la curtida piel engrasada se estremecía; golpeaba con los talones los costados con energía hasta alcanzar un vibratorio y rítmico galope, soltaba las bridas y se agarraba al cuello del corcel restregándose en la montura hasta que sus labios estaban tan hinchados por el roce que unas punzadas de intensísimo placer la recorrían. Cuando sentía la inminencia del orgasmo introducía su nariz entre las crines y recuperaba el olor de sudor seca, de paja, de estiércol y también de cuero.
Meses después de iniciada la guerra recibió una carta de su marido desde la línea del frente. Pierre debía presentarse en la caja de reclutas para alistarse como voluntario en el 8º Regimiento de Dragones.
Aunque continuó observando a los potros y a los sementales la joven condesa dejó de cabalgar a diario y cuando lo hacía sus orgasmos eran secos y breves como cuando era muy niña.
Una mañana llegó un coche de caballos por la avenida que conducía a la residencia. Desde su habitación vio descender a Pierre uniformado de Dragón; con su brillante casco de cobre adornado con las crines negras de caballo, los correajes blancos, su guerrera azul y los pantalones rojos su aspecto era majestuoso “aunque seguía siendo un criado”. Sin poder evitarlo los dedos de la joven condesa descendieron hacia su vagina y al quedar impregnados de un flujo espeso, abundante y caliente los retiró de golpe y con el puño cerrado golpeó la mesa con rabia hasta que Pierre pasó por debajo del ventanal y pudo ver como la manga izquierda de la guerrera colgaba vacía por su costado.
Florentine se desnudó, eligió su traje de montar más sutil y se dirigió a las cuadras.
lunes, 19 de abril de 2010
La joven condesa Florentine (I parte)
Esta es la primera entrega de mi nuevo relato ambientado durante el mandato del emperador Napoleón III en el II Imperio Francés. Deseo que os divirtáis leyéndolo tanto como yo escribiéndolo. Saludos.
Aunque recibió una educación acorde con su condición de condesa ningún pedagogo ni ninguna institutriz le dijo nada al respecto; lo descubrió, casi por casualidad, siendo muy niña en la bañera. Florentine abría las piernas y estiraba sus finos labios sonrosados una y otra vez y luego los restregaba con la esponja mojada hasta sentir esa agradable quemazón. Pronto ese escozor llegó acompañado de una húmeda viscosidad que se adhería a las yemas de sus diminutos dedos. Con el tiempo su cuerpo adquirió la forma de una guitarra y vibraba emitiendo placenteros gemidos. La joven condesa aunque anhelaba a diario ser penetrada y sudar hasta desbocarse, sabía que debía mantenerse doncella hasta el día de su matrimonio. Quien no sabía de normas ni prohibiciones era su cuerpo y éste le ofreció un refugio de placer. Cada noche con los ojos inflamados y las pecas de las mejillas encendidas Florentine lubricaba con aceite una larga vela de cera y, acto seguido, la entrada a esa pequeña gruta oculta entre sus nalgas. Primero empezaba con un dedo, despacio, moviéndolo en su interior hasta sentir la garganta seca por el deseo, y justo en ese momento lo sustituía por la vela.
La joven condesa fue desposada a los dieciséis años con un oficial de caballería del Emperador veintitrés años mayor que ella. La noche de nupcias tendida con un camisón de hilo sobre la cama y la abundante cabellera negra sin recoger esperaba ansiosa e ilusionada la entrada de su marido. El capitán de dragones trastabilló al quitarse su uniforme de gala, hipó, y se tumbó sobre ella. Desprendía un fuerte olor a vino y a humo de tabaco. La frotó con las manos, la rascó con su bigote al intentar besarla, empujó, y se convulsionó. A ella le gustó el dolor que sintió, las torpes acometidas y el líquido que la inundó, pero eso era poco y breve. Con los primeros ronquidos de su esposo corrió al baño, cogió la vela y se la introdujo entera. Esta vez en su vagina. Durante las tres próximas noches esperó impaciente a su marido pero no vino y desde entonces dejó de esperarlo.
Aunque recibió una educación acorde con su condición de condesa ningún pedagogo ni ninguna institutriz le dijo nada al respecto; lo descubrió, casi por casualidad, siendo muy niña en la bañera. Florentine abría las piernas y estiraba sus finos labios sonrosados una y otra vez y luego los restregaba con la esponja mojada hasta sentir esa agradable quemazón. Pronto ese escozor llegó acompañado de una húmeda viscosidad que se adhería a las yemas de sus diminutos dedos. Con el tiempo su cuerpo adquirió la forma de una guitarra y vibraba emitiendo placenteros gemidos. La joven condesa aunque anhelaba a diario ser penetrada y sudar hasta desbocarse, sabía que debía mantenerse doncella hasta el día de su matrimonio. Quien no sabía de normas ni prohibiciones era su cuerpo y éste le ofreció un refugio de placer. Cada noche con los ojos inflamados y las pecas de las mejillas encendidas Florentine lubricaba con aceite una larga vela de cera y, acto seguido, la entrada a esa pequeña gruta oculta entre sus nalgas. Primero empezaba con un dedo, despacio, moviéndolo en su interior hasta sentir la garganta seca por el deseo, y justo en ese momento lo sustituía por la vela.
La joven condesa fue desposada a los dieciséis años con un oficial de caballería del Emperador veintitrés años mayor que ella. La noche de nupcias tendida con un camisón de hilo sobre la cama y la abundante cabellera negra sin recoger esperaba ansiosa e ilusionada la entrada de su marido. El capitán de dragones trastabilló al quitarse su uniforme de gala, hipó, y se tumbó sobre ella. Desprendía un fuerte olor a vino y a humo de tabaco. La frotó con las manos, la rascó con su bigote al intentar besarla, empujó, y se convulsionó. A ella le gustó el dolor que sintió, las torpes acometidas y el líquido que la inundó, pero eso era poco y breve. Con los primeros ronquidos de su esposo corrió al baño, cogió la vela y se la introdujo entera. Esta vez en su vagina. Durante las tres próximas noches esperó impaciente a su marido pero no vino y desde entonces dejó de esperarlo.
sábado, 17 de abril de 2010
Extracto de una gran obra
Hoy he elegido un extracto de uno de los libros que aparecen en la columna izquierda de mi blog. No será el último que ponga pues su lectura me causó una maravillosa mezcla de impacto, confusión y placer. Sin ninguna duda es recomendable para cualquier persona pero mucho más para los aficionados a la literatura erótica. Ya me diréis...
"Aprovechábamos todas las circunstancias para librarnos a actos poco
comunes. No sólo carecíamos totalmente de pudor, sino que por lo
contrario algo impreciso nos obligaba a desafiarlo juntos, tan impúdicamente como nos era posible. Es así que justo después de que ella me pidió que no me masturbase solo (nos habíamos encontrado en lo alto de un acantilado), me bajó el pantalón me hizo extenderme por tierra; luego ella se alzó el vestido, se sentó sobre mi vientre dándome la
espalda y empezó a orinar mientras yo le metía un dedo por el culo, que mi semen joven había vuelto untuoso. Luego se acostó, con la cabeza bajo mi verga, entre mis piernas; su culo al aire hizo que su cuerpo cayera sobre mí; yo levanté la cara lo bastante para mantenerla a la altura de su culo: —sus rodillas acabaron apoyándose sobre mis
hombros—. “¿No puedes hacer pipí en el aire para que caiga en mi
culo?”, me dijo “—Sí, le respondí, pero como estás colocada, mi orín
caerá forzosamente sobre tus ropas y tu cara—.” “¡Qué importa!” me
contestó.
Hice lo que me dijo, pero apenas lo había hecho la inundé de nuevo,
pero esta vez de hermoso y blanco semen.
El olor de la mar se mezclaba entretanto con el de la ropa mojada, el
de nuestros cuerpos desnudos y el del semen. Caía la tarde y permanecimos en esta extraordinaria posición sin movernos, hasta que escuchamos unos pasos que rozaban la hierba.
—”No te muevas, te lo suplico”, me pidió Simona. Los pasos se detuvieron pero nos era imposible ver quién se acercaba. Nuestras respiraciones se habían cortado al unísono. Levantado así por los aires, el culo de Simona representaba en verdad una plegaria todopoderosa, a causa de la extrema perfección de sus dos nalgas, angostas y delicadas,
profundamente tajadas; estaba seguro de que el hombre o la mujer
desconocidos que la vieran sucumbirían de inmediato a la necesidad de
masturbarse sin fin al mirarlas. Los pasos recomenzaron, precipitándose, casi en carrera; luego vi aparecer de repente a una encantadora joven rubia, Marcela, la más pura y conmovedora de nuestras amigas.
Estábamos tan fuertemente arracimados en nuestras horribles actitudes que no pudimos movernos ni siquiera un palmo y nuestra
desgraciada amiga cayó sobre la hierba sollozando. Sólo entonces
cambiamos nuestra extravagante posición para echarnos sobre el
cuerpo que se nos libraba en abandono. Simona le levantó la falda, le
arrancó el calzón y me mostró, embriagada, un nuevo culo, tan bello,
tan puro, como el suyo. La besé con rabia al tiempo que la masturbaba:
sus piernas se cerraron sobre los riñones de la extraña Marcela
que ya no podía disimular los sollozos.
—Marcela —le dije—, te lo suplico, ya no llores. Quiero que me
beses en la boca…
Simona le acariciaba sus hermosos cabellos lisos y la besaba afectuosamente por todas partes.
Mientras tanto, el cielo se había puesto totalmente oscuro y, con la
noche, caían gruesas gotas de lluvia que provocaban la calma después
del agotamiento de una jornada tórrida y sin aire. El mar empezaba un
ruido enorme dominado por el fragor del trueno, y los relámpagos
dejaban ver bruscamente, como si fuera pleno día, los dos culos
masturbados de las muchachas que se habían quedado mudas. Un
frenesí brutal animaba nuestros cuerpos. Dos bocas juveniles se
disputaban mi culo, mis testículos y mi verga; pero yo no dejé de
apartar piernas de mujer, húmedas de saliva o de semen, como si
hubiese querido huir del abrazo de un monstruo, aunque ese monstruo
no fuera más que la extraordinaria violencia de mis movimientos. La
lluvia caliente caía por fin en torrentes y nos bañaba todo el cuerpo
enteramente expuesto a su furia. Grandes truenos nos quebrantaban y
aumentaban cada vez más nuestra cólera, arrancándonos gritos de
rabia, redoblada cada vez que el relámpago dejaba ver nuestras partes
sexuales. Simona había caído en un charco de lodo y se embarraba el
cuerpo con furor: se masturbaba con la tierra y gozaba violentamente, golpeada por el aguacero, con mi cabeza abrazada entre sus
piernas sucias de tierra, su rostro enterrado en el charco donde agitaba
con brutalidad el culo de Marcela, que la tenía abrazada por detrás,
tirando de su muslo para abrírselo con fuerza. "
Historia del ojo
Georges Bataille
"Aprovechábamos todas las circunstancias para librarnos a actos poco
comunes. No sólo carecíamos totalmente de pudor, sino que por lo
contrario algo impreciso nos obligaba a desafiarlo juntos, tan impúdicamente como nos era posible. Es así que justo después de que ella me pidió que no me masturbase solo (nos habíamos encontrado en lo alto de un acantilado), me bajó el pantalón me hizo extenderme por tierra; luego ella se alzó el vestido, se sentó sobre mi vientre dándome la
espalda y empezó a orinar mientras yo le metía un dedo por el culo, que mi semen joven había vuelto untuoso. Luego se acostó, con la cabeza bajo mi verga, entre mis piernas; su culo al aire hizo que su cuerpo cayera sobre mí; yo levanté la cara lo bastante para mantenerla a la altura de su culo: —sus rodillas acabaron apoyándose sobre mis
hombros—. “¿No puedes hacer pipí en el aire para que caiga en mi
culo?”, me dijo “—Sí, le respondí, pero como estás colocada, mi orín
caerá forzosamente sobre tus ropas y tu cara—.” “¡Qué importa!” me
contestó.
Hice lo que me dijo, pero apenas lo había hecho la inundé de nuevo,
pero esta vez de hermoso y blanco semen.
El olor de la mar se mezclaba entretanto con el de la ropa mojada, el
de nuestros cuerpos desnudos y el del semen. Caía la tarde y permanecimos en esta extraordinaria posición sin movernos, hasta que escuchamos unos pasos que rozaban la hierba.
—”No te muevas, te lo suplico”, me pidió Simona. Los pasos se detuvieron pero nos era imposible ver quién se acercaba. Nuestras respiraciones se habían cortado al unísono. Levantado así por los aires, el culo de Simona representaba en verdad una plegaria todopoderosa, a causa de la extrema perfección de sus dos nalgas, angostas y delicadas,
profundamente tajadas; estaba seguro de que el hombre o la mujer
desconocidos que la vieran sucumbirían de inmediato a la necesidad de
masturbarse sin fin al mirarlas. Los pasos recomenzaron, precipitándose, casi en carrera; luego vi aparecer de repente a una encantadora joven rubia, Marcela, la más pura y conmovedora de nuestras amigas.
Estábamos tan fuertemente arracimados en nuestras horribles actitudes que no pudimos movernos ni siquiera un palmo y nuestra
desgraciada amiga cayó sobre la hierba sollozando. Sólo entonces
cambiamos nuestra extravagante posición para echarnos sobre el
cuerpo que se nos libraba en abandono. Simona le levantó la falda, le
arrancó el calzón y me mostró, embriagada, un nuevo culo, tan bello,
tan puro, como el suyo. La besé con rabia al tiempo que la masturbaba:
sus piernas se cerraron sobre los riñones de la extraña Marcela
que ya no podía disimular los sollozos.
—Marcela —le dije—, te lo suplico, ya no llores. Quiero que me
beses en la boca…
Simona le acariciaba sus hermosos cabellos lisos y la besaba afectuosamente por todas partes.
Mientras tanto, el cielo se había puesto totalmente oscuro y, con la
noche, caían gruesas gotas de lluvia que provocaban la calma después
del agotamiento de una jornada tórrida y sin aire. El mar empezaba un
ruido enorme dominado por el fragor del trueno, y los relámpagos
dejaban ver bruscamente, como si fuera pleno día, los dos culos
masturbados de las muchachas que se habían quedado mudas. Un
frenesí brutal animaba nuestros cuerpos. Dos bocas juveniles se
disputaban mi culo, mis testículos y mi verga; pero yo no dejé de
apartar piernas de mujer, húmedas de saliva o de semen, como si
hubiese querido huir del abrazo de un monstruo, aunque ese monstruo
no fuera más que la extraordinaria violencia de mis movimientos. La
lluvia caliente caía por fin en torrentes y nos bañaba todo el cuerpo
enteramente expuesto a su furia. Grandes truenos nos quebrantaban y
aumentaban cada vez más nuestra cólera, arrancándonos gritos de
rabia, redoblada cada vez que el relámpago dejaba ver nuestras partes
sexuales. Simona había caído en un charco de lodo y se embarraba el
cuerpo con furor: se masturbaba con la tierra y gozaba violentamente, golpeada por el aguacero, con mi cabeza abrazada entre sus
piernas sucias de tierra, su rostro enterrado en el charco donde agitaba
con brutalidad el culo de Marcela, que la tenía abrazada por detrás,
tirando de su muslo para abrírselo con fuerza. "
Historia del ojo
Georges Bataille
lunes, 12 de abril de 2010
Tres perlas negras
Me he despistado y han pasado unos días sin publicar nada. Así que aquí os dejo otro relato; esta vez, debido a su corta extensión, no veo la necesidad de dividirlo. Lo tomaremos como si fuera un chupito helado de vodka: de un trago.
Mi nombre no importa y no recuerdo mi edad pero sé que hubo un tiempo que yo también tuve casa, esposa e incluso hija. Miro la pequeña cesta de mimbre, ocho monedas de diez céntimos. Llevo mi clarinete a los labios y soplo. La música surge como en mis días de concertista. Una moneda de dos euros cae en la cesta. “Gracias” digo levantando los ojos. Entonces mi mirada queda atrapada por su colgante: una perla negra engarzada en oro.
No una sino tres. Tres perlas negras regalé una vez. Aquel día subí a saltos la escalera exclusiva para clientes. Abrí de golpe la puerta de la suite y allí estaban en formación militar mis tres prostitutas preferidas como soldados en un día de paga.
Una perla para África. África era tan grande como el continente, no acababas de recorrerla nunca. Afirmaba que podía comer tanto como quisiera y lo decía golpeándose orgullosa la barriga, provocando que todas sus carnes vibraran como un timbal. Otra perla para Omaida. Una joven caribeña de cuello largo, alta y muy negra. Su cuerpo siempre brillaba untado de aceites. Si inspiro con fuerza aun consigo oler su aroma a tierra, a caña de azúcar, a manglar. Y la última perla era para Arantxa, una niña mujer de gustos carísimos. Contemplarla desnuda era como contemplar un desplegable de una de esas chicas de revista porno, pero ella era real.
Ya con las perlas colgadas de sus cuellos cerramos las ventanas y nos aislamos del mundo durante más de dos días. Con el paso de las horas las habitaciones se llenaron de humo y las numerosas botellas de champagne vacías rodaban por el suelo al igual que los cuerpos. Tiemblo al ver de nuevo los labios de África succionando mi polla, las tetas calientes y duras de Arantxa entre mis manos o el clítoris escarlata de Omaida en mi boca.
En algún momento, aunque no recuerdo cuándo ni cómo, llegó un lechón asado a la habitación con su bandeja de patatas recién hechas y todo.
África y yo comíamos el lechón tumbados desnudos en la cama. Ella desgajaba los trozos con la mano y los metía en mi boca primero, luego en la suya. La corteza estaba crujiente, salada y con sabor a especias. La carne humeaba y era blanda y sabrosa. El lechón descansaba plácidamente sobre las enormes tetas de África y su cabeza miraba hacia la bañera redonda donde Aratnxa y Omaida se lanzaban patatas asadas. De repente, Omaida saltó fuera de la bañera, vino corriendo hacia nosotros dejando un reguero de agua y se tumbó frente a la cama con los brazos y las piernas completamente separadas del cuerpo. “Yo también soy un cochinillo. Comedme”. Los pezones negros de Omaida estaban duros y su coño abierto. “Sí, un cochinillo demasiado quemado” dijo África. Reímos hasta que nos saltaron las lágrimas, luego continuamos bebiendo y masticando con energía. Varias patatas lanzadas desde la bañera pasaron volando estrellándose contra la pared. Quizá por el alcohol o quizá por el exceso de comida África empezó a eructar. Su apetito voraz, el brillo de la grasa del lechón en su cara y la sonoridad de sus eructos me provocaron una nueva erección. Me arrodillé intentando introducir mi polla en su boca…
--¿Le gustan las perlas? –pregunta la señora.
Tras unos segundos de indecisión y retirando la mirada del colgante, respondo:
--No lo sé…pero me traen recuerdos…
Mi nombre no importa y no recuerdo mi edad pero sé que hubo un tiempo que yo también tuve casa, esposa e incluso hija. Miro la pequeña cesta de mimbre, ocho monedas de diez céntimos. Llevo mi clarinete a los labios y soplo. La música surge como en mis días de concertista. Una moneda de dos euros cae en la cesta. “Gracias” digo levantando los ojos. Entonces mi mirada queda atrapada por su colgante: una perla negra engarzada en oro.
No una sino tres. Tres perlas negras regalé una vez. Aquel día subí a saltos la escalera exclusiva para clientes. Abrí de golpe la puerta de la suite y allí estaban en formación militar mis tres prostitutas preferidas como soldados en un día de paga.
Una perla para África. África era tan grande como el continente, no acababas de recorrerla nunca. Afirmaba que podía comer tanto como quisiera y lo decía golpeándose orgullosa la barriga, provocando que todas sus carnes vibraran como un timbal. Otra perla para Omaida. Una joven caribeña de cuello largo, alta y muy negra. Su cuerpo siempre brillaba untado de aceites. Si inspiro con fuerza aun consigo oler su aroma a tierra, a caña de azúcar, a manglar. Y la última perla era para Arantxa, una niña mujer de gustos carísimos. Contemplarla desnuda era como contemplar un desplegable de una de esas chicas de revista porno, pero ella era real.
Ya con las perlas colgadas de sus cuellos cerramos las ventanas y nos aislamos del mundo durante más de dos días. Con el paso de las horas las habitaciones se llenaron de humo y las numerosas botellas de champagne vacías rodaban por el suelo al igual que los cuerpos. Tiemblo al ver de nuevo los labios de África succionando mi polla, las tetas calientes y duras de Arantxa entre mis manos o el clítoris escarlata de Omaida en mi boca.
En algún momento, aunque no recuerdo cuándo ni cómo, llegó un lechón asado a la habitación con su bandeja de patatas recién hechas y todo.
África y yo comíamos el lechón tumbados desnudos en la cama. Ella desgajaba los trozos con la mano y los metía en mi boca primero, luego en la suya. La corteza estaba crujiente, salada y con sabor a especias. La carne humeaba y era blanda y sabrosa. El lechón descansaba plácidamente sobre las enormes tetas de África y su cabeza miraba hacia la bañera redonda donde Aratnxa y Omaida se lanzaban patatas asadas. De repente, Omaida saltó fuera de la bañera, vino corriendo hacia nosotros dejando un reguero de agua y se tumbó frente a la cama con los brazos y las piernas completamente separadas del cuerpo. “Yo también soy un cochinillo. Comedme”. Los pezones negros de Omaida estaban duros y su coño abierto. “Sí, un cochinillo demasiado quemado” dijo África. Reímos hasta que nos saltaron las lágrimas, luego continuamos bebiendo y masticando con energía. Varias patatas lanzadas desde la bañera pasaron volando estrellándose contra la pared. Quizá por el alcohol o quizá por el exceso de comida África empezó a eructar. Su apetito voraz, el brillo de la grasa del lechón en su cara y la sonoridad de sus eructos me provocaron una nueva erección. Me arrodillé intentando introducir mi polla en su boca…
--¿Le gustan las perlas? –pregunta la señora.
Tras unos segundos de indecisión y retirando la mirada del colgante, respondo:
--No lo sé…pero me traen recuerdos…
jueves, 8 de abril de 2010
Un regalo
Hoy estoy especialmente contento pues he recibido un correo de una seguidora regalándome una foto y unas deliciosas líneas. Con su permiso y omitiendo su nick, os las adjunto . Son momentos así los que me obligan a seguir escribiendo en este blog. Muchísimas gracias deliciosa seguidora.
"Navegaba por Internet y encontré esta foto. Enseguida pensé en tu blog y decidí mandártela. Espero que te guste, a mí me encantó. Deseé que ese libro fuera de relatos tuyos y ser yo la que lo leyera en la misma postura que la chica de la foto. Un beso."
"Navegaba por Internet y encontré esta foto. Enseguida pensé en tu blog y decidí mandártela. Espero que te guste, a mí me encantó. Deseé que ese libro fuera de relatos tuyos y ser yo la que lo leyera en la misma postura que la chica de la foto. Un beso."
martes, 6 de abril de 2010
El bañador (parte III)
Bueno, con esta tercera parte llegamos al final de mi relato "El bañador"; espero que el desenlace os guste y satisfaga vuestras expectativas.
Este relato quiero decicarlo a las personas que siguen este blog y hablan de él, pues aunque seáis pocas sois muy fieles. Para vosotras...
La llevé a la playa más extensa que conocía, varios kilómetros de arena blanca y fina. Cogí su bolsa de playa y caminamos tan cerca el uno del otro que podía olerla con facilidad. Olía a recién duchada, a pastilla de jabón y eso me gustó. Al encontrar una zona desierta, alejada de los bañistas le pregunté si le gustaba. Miró alrededor y dijo que sí. Se desanudo el pareo y apareció el bañador. Ahora lo veía bien. Era de un azul marino uniforme, sin dibujo, muy subido y olía a armario. Acostumbrado a ver el movimiento de sus pechos debajo de la ropa sentí una decepción al verla con ese bañador. Su piel era muy blanca; sin duda era su primer día de playa de este verano o quizá desde hacía varios veranos. Poco a poco empecé a sentirme algo más cómodo. Estiramos las toallas y nos sentamos mirando la espuma del mar. Me giré hacia ella y empecé a hablar como excusa para poder mirarla. Soledad seguía contemplando las olas. Seguro que lo de la playa la pilló por sorpresa pues por debajo del bañador le salían unos robustos pelos rizados en la ingle. Me excité muchísimo al verlos. Y sin poder ni querer evitarlo tuve una erección. En esa posición seguro que Soledad podía verla pero extrañamente y por primera vez, no me importó. Asombrado oí como mi voz decía:
--Es una lástima que uses bañador porque sólo podrás coger color en las piernas.
--Lo sé. La próxima vez compraré un bikini bonito y tiraré este bañador horrible que me asfixia –dijo mirando con desagrado al bañador.
--Quizá si lo bajas un poco te sentirás más cómoda –insinúe indeciso, con voz queda y aterrorizado por los posibles resultados de tanta osadía.
Me miró y sin dudarlo respondió:
--Tienes razón --y diciendo esto se quitó despacio las tiras del bañador y siempre despacio lo deslizo hacia su cintura. Al llegar al vientre sus pechos se desbordaron por encima.
Eran más maravillosos de lo que imaginaba. Muy blandos, largos. Con gran esfuerzo conseguí decir “mucho mejor así”. Ella se limitó a sonreír. Yo no veía ni la arena, ni el mar, ni el sol, ni nada, sólo a Soledad. “Creo que necesitaré mucha crema, estoy tan blanca que me voy a quemar toda si no me protejo bien”. Yo asentí con la cabeza. Con el estómago encogido y una voz apenas audible le pregunté: “¿Quieres que te ponga?” “Sí, por favor. Yo no llegaré por toda la espalda”. Y diciendo esto se giró ofreciéndome la espalda, con las rodillas dobladas y los brazos hacia delante.
Sin saber muy bien cómo hacerlo, cogí el bote, apreté y la crema se derramó sobre su espalda. Mientras pienso que ha llegado el momento de tocarla sin preocuparme la crema desciende por la columna. Turbado por la excitación y por los nervios coloqué las dos manos sobre la espalda y las desplacé sobre la crema espesa, blanca, caliente. Mis manos estaban rígidas y sus músculos relajados mientras me contaba algo sobre la playa. Las deslicé con suavidad, de abajo arriba. Su piel absorbió la crema. Me gustó su tacto. Sin mucha destreza la extendí despacio por todo; al fin, mis manos se curvaron sobre sus costillas y con las puntas de los dedos rocé sus pechos. Me estremecí y una extraña ola de coraje me invadió. Estiré más los dedos y conseguí apretarlos un poco. Dejó de hablar y observé que el vello de su nuca estaba erizado. “¿Cuánto tiempo hará que nadie la toca?”. Tomé una decisión. Volví a llenarme las manos de crema y las puse ardientes sobre sus costados. La esparcí rozando ahora sus tetas en cada movimiento, cada vez mejor. No se movía, no hablaba. Me pegué a su espalda para que pudiera sentir la presión de mi polla durísima y luego, sin dudas, cogí sus tetas con las manos aceitosas y las moví sintiendo su blandura deshacerse entre mis dedos. Suspiró. Acaricié sus pezones sin miedo. Ella estiró sus brazos hacia atrás apoyándolos en la arena a la altura de mis rodillas facilitándome el movimiento.
Resollé en silencio, mis labios sonrieron y pensé: “Así de simple”.
Este relato quiero decicarlo a las personas que siguen este blog y hablan de él, pues aunque seáis pocas sois muy fieles. Para vosotras...
La llevé a la playa más extensa que conocía, varios kilómetros de arena blanca y fina. Cogí su bolsa de playa y caminamos tan cerca el uno del otro que podía olerla con facilidad. Olía a recién duchada, a pastilla de jabón y eso me gustó. Al encontrar una zona desierta, alejada de los bañistas le pregunté si le gustaba. Miró alrededor y dijo que sí. Se desanudo el pareo y apareció el bañador. Ahora lo veía bien. Era de un azul marino uniforme, sin dibujo, muy subido y olía a armario. Acostumbrado a ver el movimiento de sus pechos debajo de la ropa sentí una decepción al verla con ese bañador. Su piel era muy blanca; sin duda era su primer día de playa de este verano o quizá desde hacía varios veranos. Poco a poco empecé a sentirme algo más cómodo. Estiramos las toallas y nos sentamos mirando la espuma del mar. Me giré hacia ella y empecé a hablar como excusa para poder mirarla. Soledad seguía contemplando las olas. Seguro que lo de la playa la pilló por sorpresa pues por debajo del bañador le salían unos robustos pelos rizados en la ingle. Me excité muchísimo al verlos. Y sin poder ni querer evitarlo tuve una erección. En esa posición seguro que Soledad podía verla pero extrañamente y por primera vez, no me importó. Asombrado oí como mi voz decía:
--Es una lástima que uses bañador porque sólo podrás coger color en las piernas.
--Lo sé. La próxima vez compraré un bikini bonito y tiraré este bañador horrible que me asfixia –dijo mirando con desagrado al bañador.
--Quizá si lo bajas un poco te sentirás más cómoda –insinúe indeciso, con voz queda y aterrorizado por los posibles resultados de tanta osadía.
Me miró y sin dudarlo respondió:
--Tienes razón --y diciendo esto se quitó despacio las tiras del bañador y siempre despacio lo deslizo hacia su cintura. Al llegar al vientre sus pechos se desbordaron por encima.
Eran más maravillosos de lo que imaginaba. Muy blandos, largos. Con gran esfuerzo conseguí decir “mucho mejor así”. Ella se limitó a sonreír. Yo no veía ni la arena, ni el mar, ni el sol, ni nada, sólo a Soledad. “Creo que necesitaré mucha crema, estoy tan blanca que me voy a quemar toda si no me protejo bien”. Yo asentí con la cabeza. Con el estómago encogido y una voz apenas audible le pregunté: “¿Quieres que te ponga?” “Sí, por favor. Yo no llegaré por toda la espalda”. Y diciendo esto se giró ofreciéndome la espalda, con las rodillas dobladas y los brazos hacia delante.
Sin saber muy bien cómo hacerlo, cogí el bote, apreté y la crema se derramó sobre su espalda. Mientras pienso que ha llegado el momento de tocarla sin preocuparme la crema desciende por la columna. Turbado por la excitación y por los nervios coloqué las dos manos sobre la espalda y las desplacé sobre la crema espesa, blanca, caliente. Mis manos estaban rígidas y sus músculos relajados mientras me contaba algo sobre la playa. Las deslicé con suavidad, de abajo arriba. Su piel absorbió la crema. Me gustó su tacto. Sin mucha destreza la extendí despacio por todo; al fin, mis manos se curvaron sobre sus costillas y con las puntas de los dedos rocé sus pechos. Me estremecí y una extraña ola de coraje me invadió. Estiré más los dedos y conseguí apretarlos un poco. Dejó de hablar y observé que el vello de su nuca estaba erizado. “¿Cuánto tiempo hará que nadie la toca?”. Tomé una decisión. Volví a llenarme las manos de crema y las puse ardientes sobre sus costados. La esparcí rozando ahora sus tetas en cada movimiento, cada vez mejor. No se movía, no hablaba. Me pegué a su espalda para que pudiera sentir la presión de mi polla durísima y luego, sin dudas, cogí sus tetas con las manos aceitosas y las moví sintiendo su blandura deshacerse entre mis dedos. Suspiró. Acaricié sus pezones sin miedo. Ella estiró sus brazos hacia atrás apoyándolos en la arena a la altura de mis rodillas facilitándome el movimiento.
Resollé en silencio, mis labios sonrieron y pensé: “Así de simple”.
sábado, 3 de abril de 2010
La fuente del placer
Hoy, en plena semana de pasión, he escogido un breve texto de una obra del siglo XIX que inflama la imaginación. Para quién esté interesado añado un enlace en donde encontraréis una reseña completa de la obra. Espero que os guste tanto como a mi.
"Me veía de cuerpo entero en el gran espejo. Mi placer taciturno comenzaba admirando cada parte de mi cuerpo. Acariciaba y apretaba mis jóvenes senos redondeados, jugaba con sus capullos y luego llevaba el dedo hacia la fuente inagotable de todas las delicias femeninas. Mi sensualidad había hecho rápidos progresos. Tenía sobre todo un derrame muy abundante de ese bálsamo tan dulce y embriagador que se escapa de lo más profundo de la hendidura femenina en el momento del éxtasis. Los hombres a quienes me he abandonado después siempre se mostraron encantados con esa preciosa cualidad, y eran incapaces de expresar su deleite cuando mi chorro les inundaba. Por entonces creía que ese rasgo era común a
todas las mujeres, pero es en realidad un don de los más raros. En París, uno de mis admiradores más ardientes perdió el conocimiento al sentir cómo le inundaba mi
fuente por primera vez. Después, cuando le concedía mis favores, retiraba precipitadamente su lanza en el momento del éxtasis para llevar la boca a la herida
eterna y beber largos sorbos de la impetuosa fuente, tras de lo cual volvía a entrar con renovado ardor y descargaba a su vez, pero en esa pequeña vejiga que Margarita había visto usar a su ruso. Esa fantasía de mi amigo parisino me incitó a absorber el
chorro que brota maravillosamente y con una potencia eléctrica del árbol de la vida."
Memorias de una cantante alemana
SCHRÖDER-DEVRIENT, Wilhelmine
"Me veía de cuerpo entero en el gran espejo. Mi placer taciturno comenzaba admirando cada parte de mi cuerpo. Acariciaba y apretaba mis jóvenes senos redondeados, jugaba con sus capullos y luego llevaba el dedo hacia la fuente inagotable de todas las delicias femeninas. Mi sensualidad había hecho rápidos progresos. Tenía sobre todo un derrame muy abundante de ese bálsamo tan dulce y embriagador que se escapa de lo más profundo de la hendidura femenina en el momento del éxtasis. Los hombres a quienes me he abandonado después siempre se mostraron encantados con esa preciosa cualidad, y eran incapaces de expresar su deleite cuando mi chorro les inundaba. Por entonces creía que ese rasgo era común a
todas las mujeres, pero es en realidad un don de los más raros. En París, uno de mis admiradores más ardientes perdió el conocimiento al sentir cómo le inundaba mi
fuente por primera vez. Después, cuando le concedía mis favores, retiraba precipitadamente su lanza en el momento del éxtasis para llevar la boca a la herida
eterna y beber largos sorbos de la impetuosa fuente, tras de lo cual volvía a entrar con renovado ardor y descargaba a su vez, pero en esa pequeña vejiga que Margarita había visto usar a su ruso. Esa fantasía de mi amigo parisino me incitó a absorber el
chorro que brota maravillosamente y con una potencia eléctrica del árbol de la vida."
Memorias de una cantante alemana
SCHRÖDER-DEVRIENT, Wilhelmine
viernes, 2 de abril de 2010
El bañador (II parte)
Aquí está la segunda parte; en unos días estará la tercera y última. Un saludo
Una vez en el dormitorio, transportado por un atrevimiento impropio en mí dejé la puerta entreabierta, sabiendo que la habitación contigua era la de su madre. Me quité la ropa a tirones, arranqué el tanga de Adela aún medio dormida y sin demora entré en ella. Inclinado sobre su cuerpo empujaba a golpes de riñón, imaginando el coño enorme de Soledad y como temblarían sus pechos si la estuviera poseyendo a ella. “¿Por qué no cerró las piernas? ¿Quería que la mirase? ¿Incluso que la tocase?” Las sacudidas aumentaron con estos pensamientos, también la intensidad y sin querer empecé a gemir, y al final, me atreví a proferir un quejido cuando eyaculé en Adela.
Pasados tres días recibí una llamada de Adela. No podía venir a la playa como habíamos quedado pero había hablado con su madre y ésta me acompañaría. Dijo que la pobre hacía mucho que no iba a la playa y que nos lo pasaríamos bien.
Al llamar a la puerta para recogerla mi boca estaba seca. Era la primera vez que íbamos a estar solos. Soledad ya estaba preparada. Sonreía dentro de un pareo estampado anudado sobre el pecho a juego con el pañuelo que llevaba en la cabeza, con una gigante bolsa de playa colgada al hombro y una especie de sandalias rojas de plástico. También llevaba unos pendientes extraños, me fijé pues nunca solía usar. En el coche quise hablar pero no sabía qué decir así que callaba y pensaba. “¿Debía intentar tocarla hoy? ¿Qué ocurriría si me precipitaba? ¿Y si probase de acariciarle el muslo al cambiar las marchas?”
--No esperaba ir a la playa. No tenía ningún bikini, he intentado ponerme los de Adela, pero qué va, ahí no quepo. Y al final sólo he encontrado este bañador, es horrible, horrible –dijo de pronto abriéndose el pareo para que lo viera--. Me da algo de vergüenza que me veas con él, pero Adela ha insistido en que no me preocupara por eso.
Aferrado al volante miré un segundo el bañador.
--Estoy algo nerviosa –prosiguió--, es la primera vez que voy a la playa con un hombre desde que mi marido murió.
Yo tragué saliva. Y me sentí hombre.
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